Bloomberg Línea — Angélica Morales revisa la hora en el celular. Se toma el café de un sorbo. Pide disculpas por no conversar más. Son las cinco de la tarde. Más de uno comienza a despedir el domingo con el desgano de tener que madrugar el lunes a trabajar. Pero ella no.
Morales, de 28 años, no tiene tiempo para el desgano. No puede observar a través de la ventana mientras se dedica al ocio y luego buscar una película en Netflix.
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Debe llevar a su hija, María José, de 11 años, a casa, prepararle algo para la cena y luego recorrer Bogotá, de sur a norte, en moto para llegar a la clínica donde trabaja.
Las mujeres han ganado terreno como compradoras de motocicletas en Colombia, hoy ya son el 38%, movidas por el “interés de superar el tráfico urbano”, según la Asociación Nacional de Industriales.
Su turno comienza a las siete de la noche, pero llega a las seis. La clínica tiene cinco parqueaderos gratis para quienes lleguen primero, y si Angélica no llega temprano, luego deberá hacer malabares para pagar.
No pega un ojo desde que recibe a sus pacientes, a las siete de la noche, hasta que entrega el turno, a las siete de la mañana del lunes.
Si no llega un herido, si no llega un infartado, si no llega alguien arrollado por un vehículo mientras cruza la calle, si la vida y la muerte hacen una tregua para evitar que el servicio de urgencias de la clínica colapse, Morales pide un agua aromática de una máquina y se toma unos segundos recostada sobre la pared.
“Todo en la vida tiene sacrificios”, se dice asi mísma. Es auxiliar de enfermería y, cuando no trabaja, estudia para ser jefe de enfermeras. Cursa séptimo semestre, de ocho necesarios para graduarse.
Piensa en María José, que desde los cuatro años duerme sola cada noche de por medio, mientras ella trabaja en el hospital. Su papá vive en Estados Unidos y ella dice que él cree que, con enviarle la cuota alimentaria mensual, hace lo suficiente.
“Con mi hija no nos llevamos muchos años de edad, entonces nos llevamos bien”, dice Morales. “Yo sé lo que ella va a vivir y ella sabe mi experiencia, sabe que no debe... (cometer errores)”.
Quedó embarazada de María José a los 16 años. Desde entonces, todo ha sido lucha: con sus padres muertos y cuatro hermanos lidiando con sus propios problemas, Morales salió de Duitama, un municipio de Boyacá, en el centro del país, al que regresa en sus vacaciones, rumbo a Bogotá, la “ciudad de las oportunidades”.
Entre un código azul, que es un protocolo hospitalario para atender a quienes sufren un paro cardiorrespiratorio, y un sinnúmero de pacientes con todo tipo de traumas y dolores, transcurre su noche, su madrugada.

A las cinco y treinta de la mañana del lunes llama a su hija para despertarla y pedirle que se aliste para ir al colegio. Si María José le hace caso y se levanta inmediatamente, alcanza a desayunar; si no, su primera comida será la merienda del primero de dos recreos: una botella de Gatorade y un paquete de frituras llamadas ‘De Todito’, que mezcla plátanos verdes fritos, chicharrones y papas fritas.
La mamá de una amiga de Morales, que vive en el mismo barrio, la señora Gladys, le hace el favor de recoger María José a las seis de la mañana y llevarla hasta el colegio sin pedir nada a cambio. En ocasiones también la recoge. “Sororidad”, es la palabra, y significa hermandad y solidaridad entre mujeres.
Angélica, por su parte, ruega que el equipo de la mañana llegue temprano para entregar turno y salir corriendo hacia el hospital donde realiza las prácticas universitarias; sin desayunar, al igual que su hija, sólo que no por dormir de más, sino por falta de minutos en su tiempo.
“Si mis compañeros no me reciben turno a las seis y media, salgo a las siete del hospital y llego tarde a mis prácticas”, dice Morales.
Su frase y, en especial, la actitud de sus compañeros, me recuerdan un término acuñado por el papa Francisco: “La globalización de la indiferencia”, que bien puede traducir en falta de empatía.
Morales realiza sus prácticas profesionales entre siete de la mañana y una de la tarde en un hospital de Soacha, el municipio que más desplazados por la violencia acoge en Colombia, situado a 24 kilómetros de dónde trabaja, aunque el recorrido puede tomar más de una hora en moto por el tráfico y las obras en el sistema de buses.
Angélica Morales, un reflejo de las mujeres en América Latina
María José y Angélica hacen parte del 24,2% de los hogares monoparentales en Colombia, según el DANE, y del 11% en Latam, de acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), es decir, en los que un solo progenitor se encarga de la crianza y el cuidado de los hijos.
Su hogar, además, hace parte del 45,4% que en Colombia reconocen como jefa a una mujer, con lo que eso implica: su dependencia económica de ella.
Que Morales trabaje, estudie y cuide de su hija es un arma de doble filo, dependiendo la orilla desde donde se observe. De un lado, es un ejemplo para las madres jóvenes y solteras; del otro, una crítica al sistema patriarcal que insiste en designar el cuidado de los hijos a las mujeres.
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“Los hogares monoparentales tienen un único perceptor de ingresos que además debe ocuparse de las tareas domésticas y la crianza de los hijos”, dice Miguel Ángel Talamas, un economista del departamento de Investigación del BID. “Esa responsabilidad puede significar menos oportunidades de terminar la universidad y obtener las cualificaciones que conducen a salarios más altos”.
Angélica, con todo en contra, está terminando sus estudios, ¿pero a qué costo?
Cuando le pregunto qué hace o cuál es su “escape” para hacer llevaderos los momentos de tristeza, me responde: “No tengo ninguno, porque no puedo quedarme ahí”.
Al salir del hospital en Soacha, a la una de la tarde, tras 18 horas seguidas sin dormir, llega a casa, prepara el almuerzo y recoge a su hija a la salida del colegio, a las dos y media.
Su trabajo no termina: después de almorzar, organiza la casa y ayuda a María José con las tareas. Solo en la noche, después de cenar café con arepa y una serie en televisión que nunca acaba de ver, puede al fin dormir —si es que duerme bien y no se la pasa toda la noche soñando con el trabajo, como a menudo pasa—.
Al otro día, el martes, lleva a su hija al colegio y se dirige a sus prácticas en Soacha. De regreso, con la “fortuna” de no trabajar esa noche, porque el turno es cada noche de por medio, a las habituales tareas de la casa diarias les suma mandar a llevar su moto a mantenimiento y dedicar tiempo al trabajo de grado.
A nivel latinoamericano, las mujeres realizan el 74% del trabajo de cuidado no remunerado y el hombre el 26%. Si el valor de esta labor, que incluye el cuidado de los niños y las tareas del hogar, se cuantificara, aportaría el 21,4% del PIB en la región, “significativamente por encima del promedio de la OCDE del 15%”, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Y si la sociedad reconociera lo importante que es el trabajo de cuidado, quizá sabría que mientras las mujeres dedican aproximadamente 201 días laborales por año a estas tareas, los hombres apenas 63.
“A nivel global, las mujeres realizan tres cuartas partes (76,2%) del trabajo de cuidado no remunerado, dedicando en promedio 4 horas y 25 minutos al día", dice el PNUD.
Pero la desigualdad no sólo es visible en los hogares monoparentales. En los biparentales, por ejemplo, el trabajo de cuidado no remunerado para las mujeres se acrecentó durante la pandemia y se mantiene para quienes trabajan desde casa.
“La carga del trabajo doméstico y de cuidados no remunerados, que ya antes de la pandemia recaía de manera desproporcionada en las mujeres, ha aumentado drásticamente durante la pandemia: los datos arrojan que las mujeres siguen soportando una parte desigual", señala la ONU Mujeres.
Morales relata que cuando vivían con el papa de María José la situación era similar. “Él se iba y no le importaba si María José quedara sola”, dice. “El machismo siempre va a estar”.
Y mientras el machismo sigue y se acerca la fecha para que Morales termine su pregrado, rodeada de personas reconociéndole su “berraquera” (ganas de salir adelante), no sin dejar de romantizar su lucha, y preguntándole cómo se imagina tras su título universitario, la respuesta de ella es más simple de lo que se puede suponer, pero, sobre todo, sincera:
“Me imagino durmiendo”, dice. “Yo creo que voy a dormir mucho, voy a dormir más que ahora”.