Tras una batalla de años por los derechos de su música, Taylor Swift salió victoriosa. Ahora controla completamente las canciones, el empaquetado de los discos y su distribución, y no tendrá que hacer frente a los edictos de ninguna compañía.
Eso ya sería un motivo suficiente para celebrar, pero los informes indican que adquirió su catálogo por más de US$300 millones. Para una superestrella mundial, multiplatino y ganadora de premios Grammy, valorada en US$1.400 millones, es una ganga.
No deberíamos verlo solo como una gigantesca victoria financiera y artística para ella. Es de esperar que suponga un giro de paradigma para otros músicos, especialmente los más jóvenes, y que sirva de inspiración para que más de ellos entiendan de negocios en una industria que lleva mucho tiempo, fiándose de que no prestan atención a la letra pequeña sobre la fama.
Con frecuencia, la suerte juega en contra de los artistas. En el caso de Swift, a pesar de todo su éxito, no fue distinto.
A final del mes de junio de 2019, más de siete meses tras su partida de Big Machine Records a Republic Records/Universal Music Group, Big Machine fue vendida a Ithaca Holdings LLC, del ejecutivo musical Scooter Braun.
Año y medio después, Braun vendió Big Machine Label Group (incluidos los seis primeros álbumes de Swift) a la firma de capital privado Shamrock Holdings por aproximadamente US$300 millones.
En la primera ocasión, Swift denunció las difíciles condiciones a las que se enfrentaba para adquirir los masters de sus álbumes (grabar uno nuevo por cada uno anterior que se le devolviera); y en la segunda, no se le permitió hacer una oferta por ellos.
Músicos veteranos han sido noticia en los últimos años al vender los derechos de sus catálogos por, según informes, cientos de millones de dólares.
Entre ellos se incluyen el contrato de composición de Paul Simon por US$250 millones; el pago a Bob Dylan por sus composiciones, que superó los US$300 millones, además de entre US$150 a US$200 millones estimados por sus masters; y los US$550 millones a Bruce Springsteen por sus canciones y masters.
También está Queen, que batió un récord por la adquisición de sus canciones y masters por parte de Sony por US$1.200 millones.
Por diversas razones, también creadores de éxitos más jóvenes como Future, Justin Bieber y Katy Perry han vendido participaciones personales en sus publicaciones y masters por decenas y cientos de millones de dólares, obteniendo ganancias anticipadas.
La principal diferencia entre esos músicos y Swift es que ellos se beneficiaron de las ventas de sus grabaciones maestras (algunas durante 50 o 60 años), mientras que Swift no obtuvo nada de las sólidas ventas de las suyas.
De ahora en adelante, la joven de 35 años se beneficiará enormemente. Esto es muy inusual a su edad por varias razones.
Por un lado, a pesar de la Ley de Revisión de Derechos de Autor de 1976, que permite a los artistas solicitar la obtención de sus masters 35 años después de su lanzamiento comercial, comenzando con la música publicada en 1978, las grandes discográficas se muestran reacias a ceder valiosos activos musicales.
Intentarán conseguir mejores acuerdos con los artistas para conservar los codiciados títulos de catálogo, aunque a los músicos les convendría más poseerlos directamente.
Una de las batallas públicas más tumultuosas involucró al difunto Prince, quien luchó durante años para recuperar sus masters, solo para conseguirlos a mediados de sus 50 años, dos años antes de su muerte.
Además, muchos artistas, ya sean inexpertos o desesperados por triunfar, firman contratos notoriamente injustos.
En la década de 1960, los Beatles firmaron a varios de ellos para la representación, el merchandising e incluso la publicación musical de las canciones de John Lennon y Paul McCartney.
Este último error, que McCartney pasó seis décadas intentando corregir, llegó a un acuerdo con la entonces Sony/ATV (ahora Sony Music Publishing) en 2017. George Harrison, sabiamente, creó su propia editorial, Harrisongs, en 1964, cuyo catálogo incluye el gran éxito “Here Comes The Sun”.
Incluso cuando los artistas se dan cuenta de que están siendo estafados, la industria musical encuentra nuevas maneras de ganar.
En los albores de la era del streaming (transmisión), las discográficas se resistieron inicialmente a compensar a los artistas por la música digital, las plataformas de streaming pagaban regalías bajas y las tres grandes discográficas (Sony, UMG y Warner Music) compraron acciones de Spotify.
Además, los acuerdos 360 han cobrado mayor relevancia en la era del streaming. Estos acuerdos implican que el sello discográfico se lleva un porcentaje de las ventas de álbumes y conciertos, merchandising, patrocinios y otros ingresos residuales para compensar la disminución de los ingresos por CD, vinilo y casete.
Es una forma de que las discográficas garanticen su recuperación tras invertir recursos en músicos (sobre todo en los nuevos que aún no han demostrado su potencial). Pero estos recortes cada vez mayores en los ingresos de los artistas suponen una pesada carga para los músicos menos consolidados.
Para tener alguna posibilidad de evitar los obstáculos que conlleva la industria, no basta con tener talento en un estudio de grabación o en el escenario. Ahora más que nunca, es necesario que un artista también sea representante.
Por supuesto, los recién llegados no tienen el tipo de influencia y capital que muchos artistas famosos, como Swift, han reunido para ayudarlos a competir en la industria.
No podemos pasar por alto el hecho de que amasó una fortuna con su gira mundial Eras, de casi dos años de duración, recaudando unos US$2.200 millones, lo que le permitió desembolsar los más de US$300 millones que se reportan.
También contaba con una audiencia fiel que solo compraba y reproducía en streaming sus regrabaciones de álbumes anteriores, “Taylor’s Versions”, para apoyarla. (Una decisión que redujo las ganancias de Big Machine).
Pero eso no significa que la victoria de Swift no pueda servir como un importante recordatorio para los músicos emergentes y sus representantes: prioricen la negociación de acuerdos más inteligentes desde el principio.
También es un mensaje alentador para los artistas consolidados que aún no tienen sus maestros: si están dispuestos, luchen por sus canciones, especialmente por las que se encuentran en las bóvedas.
El catálogo sigue siendo el rey, y por eso estos acuerdos lucrativos siguen ocurriendo.
Hay una lección más que sacar de esta situación. Esta vez, le toca a la discográfica aprender.
La victoria de Swift quizá no hubiera sido posible sin el apoyo de sus Swifties, lo que demuestra que el poder acumulado de los fans, cuando conectan profundamente con un artista, es un activo enorme, algo con lo que algunos expertos de la industria no contaban.
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