Ahora que Cristina Fernández de Kirchner está confinada en arresto domiciliario, la líder política de mayor influencia de Argentina de este siglo inicia su ineludible ocaso. Sin embargo, la persona que más puede llegar a extrañarla es su némesis ideológico y adversario, el presidente libertario Javier Milei.
Desde la semana pasada, Kirchner, de 72 años, lleva un monitor en el tobillo que le impide salir de su apartamento de Buenos Aires, resultado de una condena de seis años por corrupción dictada por la justicia argentina, que además le prohibió volver a ocupar un cargo público. Se trata de un final penoso para una figura política que hasta hace poco era una de las mujeres más poderosas del mundo.
Dos veces presidenta, vicepresidenta, senadora, primera dama y líder indiscutible del peronismo, el principal movimiento político de su país, Kirchner adquirió un estatus de culto entre sus simpatizantes. Junto con su fallecido esposo Néstor, presidió años de expansión económica que reforzaron su fuerza política y su atractivo en la región cuando los gobiernos de izquierda dominaban Latinoamérica.
No obstante, terminó como inevitablemente lo hacen todos los líderes de Argentina: desacreditada bajo el peso de una economía que se derrumba, aun después de sobrevivir a un intento de asesinato.
Su arresto domiciliario es mucho más que el fin de una era; la apatía ciudadana ante su detención, aparte de la fascinación mediática y el comprensible ruido partidista de sus simpatizantes, demuestra que el país sudamericano ha evolucionado hacia otras ideas políticas, ya menos receptivas a su dirigismo y más conscientes de los límites fiscales que solía desconocer.
Para Milei, el autodenominado anarcocapitalista que ahora lidera Argentina, el arresto de una rival cuyo legado se ha esforzado tanto por destruir plantea algunos retos no tan obvios que exigen un manejo cuidadoso.
Me explico.
Es claro que no tener que enfrentar directamente a Kirchner en las elecciones legislativas de este año puede ayudar al partido de Milei a atraer más apoyo electoral, especialmente en la provincia de Buenos Aires, la más grande del país.
Pero su ausencia también significa que Milei no puede reivindicar un triunfo decisivo de sus ideas libertarias sobre el intervencionismo de ella. Kirchner seguramente argumentará que ha sido víctima de un complot político que le ha restado protagonismo a la esperada victoria de Milei.
Para los inversores que esperan ver si las reformas proempresariales de este se mantienen, esto puede no ser una prueba concluyente de que Argentina haya cambiado finalmente, como argumentó recientemente mi colega de Bloomberg Economics, Jimena Zúñiga.
En términos más generales, la caída de Kirchner, combinada con la reciente victoria del gobierno sobre el expresidente Mauricio Macri, otro líder impopular, deja a Milei sin los adversarios perfectos para mantener la retórica antielitista que tan bien le ha funcionado.
Tras 18 meses como presidente, Milei sigue muy cómodo en su papel de outsider excéntrico que desafía el statu quo político, incluso aunque sea él quien ocupe el cargo más alto del país (una táctica camaleónica que los Kirchner utilizaron con maestría).
Milei aprecia la confrontación como una forma de recordar a todo el mundo que no es otro político de carrera como los que llevaron al país a la bancarrota.
Gracias a los impresionantes resultados económicos, entre los que se incluyen una menor inflación y una recuperación económica más rápida, su posición como líder político más popular de Argentina es indiscutible. Pero su popularidad incluye una alta tasa de rechazo, alrededor del 45% en una encuesta reciente, como resultado de su estilo confrontacional.
Tras derrotar a Kirchner y Macri en lo que él denomina “la guerra cultural”, Milei se encuentra solo en la arena de la opinión pública, cada vez más dependiente de cumplir las promesas que hizo a los argentinos.
En este sentido, el liderazgo de Milei no se basa en grandes ideas disruptivas, como él quiere hacernos creer, sino en demostrar que sus políticas mejorarán la vida de la gente común.

Irónicamente, el grado de éxito de Milei es lo que determinará hasta qué punto los peronistas argentinos están dispuestos a distanciarse de su ama convicta.
En un mundo ideal, el arresto de Kirchner debería ser la excusa perfecta para iniciar una renovación dentro del movimiento nacionalista que aún venera algunas de las ideas económicas y políticas heterodoxas popularizadas por Juan Perón hace casi un siglo.
Esas serían buenas noticias para Argentina, que necesita urgentemente demostrar que su oposición puede ser lo suficientemente madura como para reconciliarse con el capitalismo moderno y la economía de mercado.
El año pasado, sugerí algunas ideas específicas para este ajuste de cuentas tan retrasado. Pero no me haría ilusiones: como buena caudilla que prioriza el culto a la personalidad, Kirchner no deja un heredero fuerte y la historia del peronismo con sucesiones es... complicada, por decir lo menos.
Su plan puede ser lograr un regreso espectacular como lo hizo su amigo Luiz Inácio Lula da Silva cuando volvió a la presidencia de Brasil en 2023 después de pasar 580 días en prisión, una perspectiva muy poco probable.
Esto deja a Milei con una especie de paradoja: impulsar la transformación del peronismo en una oposición más sana y racional beneficiaría a la democracia y la economía argentinas. También representaría una victoria ideológica y política para el presidente, pero a costa de perder su imagen de outsider.
Si transforma la política argentina completamente a su imagen y semejanza, terminará convirtiéndose en el Establishment que tanto detesta.
En resumen, Milei bien podría terminar lamentando el día que Cristina fue confinada: las cosas eran más fáciles para él cuando solo necesitaba enfrentarse a un archienemigo desconectado de la realidad.
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