Se puede considerar el decepcionante desenlace de la conferencia sobre el clima COP29 que se celebró este fin de semana en Azerbaiyán como un reflejo diplomático del resultado de las elecciones de Estados Unidos celebradas hace tres semanas.
En EE.UU., los progresistas se vieron obstaculizados por una coalición increíblemente fuerte de republicanos tradicionales y de una facción de la clase trabajadora y de partidarios no blancos a los que consideraban, quizá de forma ingenua, sus aliados por naturaleza.
Durante la conferencia de la ONU sobre el clima celebrada en Bakú, los países ricos se percataron de que sus esfuerzos por recortar sus propias emisiones y por financiar programas de lucha contra el cambio climático en otras regiones del planeta no les habían valido para ganarse el favor de los países emergentes más expuestos al calentamiento global.
Las dos situaciones son excelentes ejemplos de política aspiracional.
Desde el siglo XIX, los conservadores se han promocionado ante el electorado con el argumento de que sus políticas eran la mejor manera de alcanzar la riqueza y la autonomía que buscaban los votantes de clase trabajadora.
Aquellos opositores a la acción climática lanzan un discurso parecido a las naciones de ingresos bajos y medios: el ecologismo es un ardid proteccionista para que los países pobres sigan siéndolo. Únicamente los combustibles fósiles pueden ofrecer el desarrollo que necesitan para ser ricos. Las naciones desarrolladas jamás podrán hacer lo suficiente para saldar la deuda de carbono que han contraído.
Es un argumento potente porque tiene algo de verdad.
Pensemos en los 86 países que el Banco Mundial considera de “ingreso alto”. Después de las tradicionales potencias coloniales de Europa, Japón, América del Norte y Oceanía y sus vecinos inmediatos del Caribe y Europa del Este, el grupo más grande son todos exportadores de petróleo.
Gracias al petróleo, la península Arábiga, una región que apenas había sido gobernable en los 13 siglos transcurridos desde la muerte del profeta Mahoma, tiene ahora la influencia diplomática necesaria para hacer o deshacer políticas climáticas.
Para los países que todavía están subiendo en la escala del desarrollo, el rápido crecimiento de China y la India (que juntos queman el 70% del carbón del mundo) parece un anuncio atractivo de un camino similar a la riqueza basado en combustibles fósiles.
En ese contexto, las cumbres mundiales, al igual que las elecciones democráticas, suelen reducirse a decisiones sobre qué bando tiene más probabilidades de enriquecer a los que están en la base. Los países ricos y conscientes del cambio climático deben aceptar que han estado perdiendo en esa discusión.
Pensemos en el regateo para aumentar los US$100.000 millones anuales de financiación climática prometidos en la reunión de Copenhague de 2009 a US$300.000 millones dentro de una década.
La suma es una miseria comparada con los billones necesarios, como ha escrito mi colega Mark Gongloff, especialmente si se considera lo poco que es financiación nueva y lo mucho que consiste en préstamos estándar. Más concretamente, también está fracasando en competir con el atractivo del dinero duro del desarrollo intensivo en combustibles fósiles.
Gabón, un miembro centroafricano de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, es un buen ejemplo. Con 2,5 millones de habitantes, suele recibir tanta inversión extranjera directa como la República Democrática del Congo, donde viven más de 100 millones de personas. O tomemos como ejemplo Guyana, la nación de más rápido crecimiento del mundo. El año pasado recibió más IED (inversión extranjera directa) que Taiwán o Filipinas, y el doble que todo el Caribe.
De los US$31.300 millones de IED que se dirigieron a los 45 países menos adelantados en 2023, más de un tercio fluyó a siete naciones (Chad, Mauritania, Mozambique, Senegal, Sudán, Uganda y Tanzania) que están operando o construyendo proyectos de exportación de petróleo.
¿Qué pueden ofrecer los países ricos como sustituto?
La ventaja del petróleo es que los yacimientos y terminales petrolíferos toman dinero prestado y obtienen ingresos por exportaciones en dólares estadounidenses, lo que los inmuniza contra las crisis monetarias que azotan a los países pobres.
Si usted utilizó dólares en 2021 para financiar un parque eólico en las afueras de El Cairo, habría tenido problemas este año, cuando la libra egipcia cayó a aproximadamente un tercio de su valor de entonces. Hay pocas perspectivas de que sus consumidores puedan pagar tarifas eléctricas lo suficientemente altas como para cubrir sus pagos de intereses.
La mejor respuesta es que las naciones ricas reconozcan que el cambio climático es verdaderamente una crisis y actúen en consecuencia.
En 2021, una emisión de US$650.000 millones de Derechos Especiales de Giro del FMI (una cuasimoneda oscura que en su mayoría sólo conocen los banqueros centrales) cumplió una función decisiva, aunque poco conocida, para proteger a los países pobres de los daños causados por la COVID-19. De ese total, unos US$69.000 millones se están desviando ahora a la financiación climática.
Lo que se necesita es un programa mucho más drástico para que los países pobres adquieran la enorme cantidad de paneles solares, baterías y turbinas eólicas que el mundo puede producir.
Esos fondos podrían no generar un buen rendimiento en el sentido financiero más estricto. Sin embargo, el beneficio que obtendrá el mundo si todos los países logran industrializarse y enriquecerse gracias a la energía limpia será mucho mayor.
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