Mientras los líderes del grupo de economías emergentes liderado por China, conocido como BRICS, llegan a Río de Janeiro para celebrar su cumbre a partir del domingo, cabe esperar que el habitual grupo de expertos ofrezca declaraciones preparadas a los medios, con el emblemático Pan de Azúcarcomo pintoresco telón de fondo.
Sin embargo, detrás de las cortesías diplomáticas y las promesas de cooperación se esconde una incómoda verdad para Brasil: el valor de pertenecer a este club incoherente —integrado también por Rusia, India y Sudáfrica— se desvanece rápidamente.
Desde su creación en 2009, este bloque se ha presentado como una alternativa al orden global de la posguerra configurado por EE.UU. y sus países desarrollados aliados.
En vez de un sistema cimentado en valores democráticos liberales, los BRICS abogan por una visión alternativa que favorezca el compromiso multipolar y la igualdad de condiciones para las naciones en desarrollo. El concepto ha calado hondo, y Egipto, Etiopía, Indonesia, Irán, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos (EAU) se han convertido en miembros.
El problema es que, después de todos estos años, BRICS continúa siendo en su mayor parte intrascendente en la escena global.
Su punto más débil es su composición, que comprende tanto democracias como autocracias. Potencias nucleares agresivas como Rusia se mezclan con naciones pacíficas como Brasil. India y China están alineados aquí, pero India no tiene previsto ceder el liderazgo del llamado sur global a China. Las diferencias son numerosas y, al parecer, lo que más une a este grupo es su antipatía común hacia Washington.
Por supuesto, Brasil ha obtenido ciertos beneficios, como una mayor influencia en un mundo dividido en el que las naciones emergentes exigen más voz en las decisiones globales.
Además, ha proporcionado a la mayor economía de Latinoamérica otra plataforma para promover sus posiciones junto con el G 20 y el bloque comercial Mercosur, que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha aprovechado sobre todo para presionar en favor de un reequilibrio del poder mundial menos dependiente de EE.UU.
Sin embargo, la carga de ser la “B” de BRICS es cada vez más pesada, especialmente con Rusia e Irán como miembros activos (lo que resulta evidente cuando varios respiren aliviados de que ni Vladimir Putin ni Masoud Pezeshkian estén esta vez en la foto de familia en Río).
La realidad es que ninguno de los objetivos estratégicos de Brasil, desde el liderazgo regional hasta un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, parece alcanzable a través de su alianza con los BRICS.
Peor aún: Brasil perdió peso dentro del bloque tras la incorporación de nuevos miembros, un proceso que Brasilia intentó frenar sin éxito, ante la presión de China. La imposición de Pekín se ha vuelto una constante, y con más voces en la mesa crecieron las disensiones y los choques internos, paralizando al grupo de manera similar a lo que ocurre en los foros de países desarrollados.
Para Brasil, seguir en el grupo tiene cierto sentido si se busca mantener vínculos estrechos con China, su principal socio comercial y aliado estratégico. Esa lógica es comprensible, sobre todo si se espera obtener beneficios financieros o comerciales (aunque no hace falta ser miembro de los BRICS para acercarse a Pekín).
No obstante, el presidente chino, Xi Jinping, no asistirá a la cumbre, en parte porque ya se reunió con Lula en otros foros el año pasado.

Si no es evidente aún, los BRICS no están a la altura de las expectativas. Y resulta desconcertante la percepción exagerada que muchos funcionarios y académicos aún tienen sobre su peso.
Sí, representan cerca del 50% de la población mundial y casi el 40% del PIB global, pero no actúan como interlocutores de las grandes potencias ni como un actor influyente en la arena global. Y quizá nunca lo hagan. A pesar del discurso, el orden liberal lo está desmantelando Washington desde dentro, no los BRICS desde fuera.
Tomemos el ejemplo del dólar: no fue la idea de una moneda común de los BRICS lo que erosionó su hegemonía, sino las acciones de Donald Trump. Además, Trump no negocia con el bloque como un todo, sino bilateralmente con sus miembros.
Los BRICS tampoco tienen capacidad de mediación en conflictos como Ucrania o Gaza. Y en caso de una necesidad militar urgente, es poco probable que Rusia o China acudan en ayuda de Brasil, como bien lo sabe Irán.
El BRICS puede ser útil para Brasil como escudo diplomático en momentos en que no quiere enfrentarse directamente a EE.UU. Pero eso no reemplaza un gran proyecto nacional que destaque sus fortalezas: una democracia estable, una economía resiliente y su papel como potencia en recursos naturales.
En ese sentido, el país tiene aún mucho por hacer. Desde la creación del bloque, su economía ha crecido solo 1,6% anual en promedio, lo que lo deja lejos de consolidarse como superpotencia emergente.
Incluso después de más de 30 viajes internacionales de Lula desde 2023, Brasil ha sido incapaz de incidir de manera efectiva en los principales conflictos de su vecindad, desde Venezuela y Nicaragua hasta Haití y la crisis migratoria regional.
La verdadera proyección de Brasil en el escenario global dependerá de su fortaleza interna, no de enredarse en un bloque que cada vez se parece más a un nuevo Grupo de los 77.
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