Argentina acapara nuevamente los titulares financieros, y por una razón de sobra conocida: la crisis en esta nación sudamericana está experimentando otro episodio de inestabilidad, el más reciente en un ciclo de turbulencias económicas y políticas que se ha prolongado durante décadas.
Los analistas han ofrecido distintas explicaciones para esta nueva crisis. Algunos aluden a un tipo de cambio sobrevalorado (un argumento poco convincente), en tanto que otros destacan un posible retorno del peronismo que podría revertir las reformas promercado del presidente Javier Milei, una preocupación más convincente, al menos desde la perspectiva de los inversionistas.
En mi opinión, la actual agitación del mercado se debe a una serie de errores cometidos por el propio Milei, un novato en la política que ha demostrado ser más hábil en la aplicación de terapias de choque y la disminución de la inflación que en la construcción de la amplia coalición que se necesita para sostener sus reformas y protegerse de sus inevitables consecuencias, entre las que se encuentra la erosión de los ingresos reales.
No obstante, ninguna de estas explicaciones llega al fondo del verdadero enigma: ¿por qué Argentina es, justamente, Argentina?
Después de décadas de experimentos bajo gobiernos de todo tipo, estabilizar la tercera economía más grande de Latinoamérica todavía parece imposible, y el éxito inicial de Milei ahora está en entredicho.
No se trata de que el país esté en guerra o enfrentando una crisis humanitaria, a pesar de las exageraciones del presidente de EE.UU., Donald Trump, quien sostiene que los argentinos “están muriendo”.
Argentina continúa siendo la vigésima quinta economía más grande del mundo, y sus ciudadanos poseen colectivamente más de US$250.000 millones en efectivo dentro y fuera del país.
Sí, la corrupción está profundamente arraigada y el Estado es ineficiente; sí, los líderes políticos son con frecuencia egoístas y tienen ideas realmente malas, en especial entre el movimiento nacionalista peronista, donde las teorías económicas arcaicas son muy populares. Sin embargo, eso no es exclusivo de Argentina, sino una característica de gran parte del mundo.
Y, aun así, por razones que siguen siendo difíciles de comprender, Argentina no ha logrado conducir su economía hacia una estabilidad duradera, a diferencia de otras naciones, desde Perú hasta Grecia.
Historiadores y economistas han dedicado toda su vida a buscar respuestas.
Entre las muchas tesis, hay una característica que parece especialmente convincente: el hecho de que Argentina fuera una nación rica a inicios del siglo XIX, pero no lograra seguir el ritmo del progreso mundial y la consolidación institucional, cayendo en un declive a largo plazo salpicado de ocasionales años buenos. Pocos países modernos han experimentado una decadencia semejante.
En la psiquis de una nación, esto es muy diferente de un país pobre que simplemente nunca se desarrolló o solo logró un progreso moderado.
La constatación de que una sociedad ya no puede mantener su antiguo nivel de vida alimenta inevitablemente los conflictos distributivos, lo que dificulta el consenso y, por lo tanto, las soluciones. El reto es aún mayor cuando un movimiento corporativista como el peronismo, que tiende a descartar las herramientas basadas en el mercado, domina el panorama político.
Cada intento fallido de estabilización erosiona aún más la confianza en que el éxito es posible, mientras que la tolerancia del público hacia nuevos experimentos o errores políticos se vuelve cada vez más frágil.
Pero no puede ser solo eso.
El politólogo Sebastián Mazzuca, del Tec de Monterrey, ofreció recientemente una nueva perspectiva, argumentando en un largo ensayo que el pecado original de Argentina radica en una “disfuncionalidad territorial” que otorgó a las provincias del interior un poder político muy superior a su peso económico, lo que desencadenó una disputa perpetua por los recursos con los distritos costeros más ricos alrededor de Buenos Aires.
“Para sorpresa de quienes se han escandalizado por la inestabilidad de Argentina”, escribe, “su territorio disfuncional y su Estado patrimonial han sido obstinadamente persistentes. Quizás por eso el resto de la política del país, las reglas del juego, los gobiernos y las políticas económicas, ha sido tan frágil”.
De hecho, décadas de inestabilidad, hiperinflación e impagos de la deuda han dejado un legado único. La economía bimonetaria de Argentina. Aunque el peso sigue siendo la moneda oficial, los argentinos recurren al dólar estadounidense para sus ahorros y transacciones importantes.
Basta echar un rápido vistazo a los anuncios de apartamentos en Buenos Aires para confirmar que muchos tienen un precio directamente en dólares.
Esto puede resultar irónico, teniendo en cuenta el persistente antinorteamericanismo en Argentina.
En 1945, el embajador de EE.UU. en el país, Spruille Braden, decidió enfrentarse a una figura populista emergente que consideraba perjudicial para los intereses estadounidenses, el entonces vicepresidente Juan Domingo Perón.
El caudillo, intuyendo una oportunidad, aprovechó el enfrentamiento para avivar el nacionalismo, adoptando el lema “Braden o Perón” en la campaña presidencial que se avecinaba. Sobra decir que, 80 años después, seguimos debatiendo el papel del peronismo en la política del país y los herederos del general intentan utilizar el mismo truco contra Milei.
Apuesto a que nadie en la administración Trump le contó esta historia al presidente o a su secretario del Tesoro, Scott Bessent, antes de que decidieran meterse en los asuntos internos de Argentina.
Todo esto es un contexto esencial para comprender por qué Argentina se encuentra donde está hoy, a solo tres días de las cruciales elecciones de mitad de mandato que definirán la presidencia de Milei.
El bimonetarismo suele pasar desapercibido para los observadores externos, pero es clave para comprender por qué los ahorradores argentinos se han apresurado a comprar dólares en las últimas semanas. Y si Bessent cree que puede detener la fuga del peso simplemente controlando la imprenta, debería pensarlo de nuevo.
Cuando los argentinos tienen un incentivo para huir del peso hacia el dólar, siempre encontrarán la manera. Esto es aún más cierto cuando se alimenta la especulación de que el equipo económico de Milei podría permitir que la moneda flote libremente después de las elecciones.
Este proceso impulsado por las expectativas no está necesariamente vinculado a los fundamentos de la economía. De hecho, el argumento de que el peso está muy sobrevalorado y a punto de sufrir una fuerte devaluación justo después de las elecciones dista mucho de ser convincente.
No me atrevería a pronosticar el resultado de las elecciones de este domingo. Las votaciones recientes han estado llenas de sorpresas. Las contiendas legislativas son más difíciles de interpretar y las encuestas argentinas son notoriamente poco fiables, por lo que nadie sabe qué va a pasar.
Esa incertidumbre explica por qué la ansiedad de los inversores ha sido tan intensa que ni siquiera la garantía de Bessent de que “todas las opciones para la estabilización están sobre la mesa” ha logrado calmar los mercados. Como suelen decir los argentinos, “el miedo no es zonzo”: el miedo no es tonto.
Desde esa perspectiva, no sería sorprendente que se produjera un cambio de tendencia en el mercado de divisas tras las elecciones.
El peso podría recuperar algo de terreno una vez que se disipe la incertidumbre electoral, especialmente si la coalición de Milei obtiene unos resultados decentes y él demuestra que puede empezar a reconstruir una alianza de gobierno porque es bien sabido que ni el mejor plan económico sobrevive a la falta de fortaleza política.
Sea cual sea el resultado, el gobierno debe actuar con rapidez este lunes para calmar los temores subyacentes y aportar claridad política y económica sobre el camino a seguir.
Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial de Bloomberg LP y sus propietarios.
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