David Arana siempre tuvo debilidad por los números.
Su pasión lo llevó al MIT(Massachusetts Institute of Technology) para estudiar matemáticas y posteriormente a Nueva York, donde trabajó en el comercio de derivados de crédito para Deutsche Bank AG.
En el año 2013, tras regresar a México, cofundó Konfío, una startup que busca revolucionar un mercado que los bancos tradicionales del país habían ignorado durante mucho tiempo: el crédito para las pequeñas y medianas empresas.
Tras una década, Konfío se ha consolidado como la mayor empresa de tecnología financiera de México que presta servicios a este importante segmento económico, con MXN$10.800 millones (casi US$600 millones) en préstamos vigentes.
¿Cuál es su secreto?
Utiliza los recibos de impuestos digitales para evaluar de manera instantánea la capacidad de pago del prestatario antes de aprobar un préstamo. Más del 98% de las decisiones crediticias ocurren en tiempo real una vez que el cliente presenta su solicitud en línea, lo que agiliza el proceso, lo abarata y libre de requisitos de garantía.
“Las oportunidades aquí son enormes, realmente enormes. Y todavía queda mucho por hacer”, me dijo hace poco Arana, de 40 años, mientras nos tomábamos un café, y agregó que su cartera de préstamos está registrando un crecimiento anual de entre el 30% y el 40%.
La trayectoria ascendente de Konfío es emblemática del potencial sin explotar de México. Arana y su socio Francisco Padilla detectaron una oportunidad donde los grandes bancos ni se preocuparon por buscar.
El acceso al crédito para las pequeñas empresas continúa siendo abismalmente bajo, ya que representa solo el 4% del total de los préstamos bancarios, muy por debajo de sus pares regionales.
Esa insuficiencia crónica se extiende más allá de las finanzas.
Ya sean en salud, seguros, energía o infraestructura, gran parte de los indicadores de México están rezagados no solo en comparación con los países desarrollados, sino también con sus vecinos de América Latina. Exagerando ligeramente, se podría decir que en México casi todo está aún por construirse.

Los lectores habituales de esta columna ya conocen los obstáculos que han frenado el progreso de México durante mucho tiempo: corrupción e inseguridad, una economía informal extensa, escasez de empleos de calidad (especialmente para mujeres), baja competencia y políticas públicas deficientes.
La desastrosa reforma judicial de este año, que amenaza con socavar aún más el Estado de derecho, solo ha empeorado la situación.
En conjunto, estos obstáculos explican por qué la economía mexicana ha crecido tan solo un 1.7% anual en promedio durante las últimas dos décadas, con la productividad estancada.
No obstante, todavía hay motivos para el optimismo: si hay algún país que puede beneficiarse de la cambiante dinámica geopolítica y comercial actual, es la segunda economía más grande de Latinoamérica.
Antes de que desestimes mi punto como si fuera una ilusión, escúchame.
Para empezar, los fundamentos de México son sólidos.
La decimotercera economía más grande del mundo tiene una deuda pública relativamente baja, ha mantenido la inflación mayormente bajo control y disfruta de un sistema bancario sólido respaldado por décadas de estabilidad macroeconómica. Sus 130 millones de habitantes lo colocan entre las naciones más pobladas, con una edad media aún joven de 30 años.
Cuenta con un mercado interno vasto y en crecimiento, impulsado en parte por un salario mínimo que casi se ha triplicado en términos reales desde 2015 y tasas de pobreza más bajas. Los mexicanos son trabajadores, ingeniosos y están acostumbrados a adaptarse rápidamente.
Las universidades del país producen más de 175,000 graduados en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas al año, y muchos de los que estudian en el extranjero, como Arana, regresan para aplicar ese conocimiento en casa.

Sin embargo, el mayor atractivo de México es su geografía.
Su tratado de libre comercio con EE.UU. otorga a los exportadores locales acceso privilegiado al mercado más grande del mundo, una enorme ventaja en un momento en que el presidente Donald Trump está imponiendo aranceles en todo el mundo. La guerra comercial entre Estados Unidos y China y la sustitución del TLCAN por el T-MEC en 2020 no han hecho más que profundizar esos lazos.
México ahora representa casi el 16% de las importaciones estadounidenses, frente a menos del 13% cuando Trump asumió el cargo en 2017,superando a China como su principal socio comercial.
Además, México ha construido un sistema de coproducción con EE.UU., donde los insumos industriales se intercambian de un lado a otro de la frontera, agregando valor a productos manufacturados como automóviles, productos electrónicos y dispositivos médicos, al tiempo que se establecen cadenas de suministro resilientes en el proceso.
Pese al clima actual de incertidumbre, las exportaciones no petroleras a Estados Unidos crecieron un 6,1% en lo que va de 2025.
La revisión del T-MEC programada para el próximo año probablemente será difícil, pero incluso con un resultado menos favorable, las empresas mexicanas se mantendrán bien posicionadas.
Independientemente de los nuevos términos, el país lucirá más atractivo en relación con otros proveedores estadounidenses, y si la Casa Blanca de Trump se toma en serio la reactivación industrial, no podrá lograrla sin México, que ofrece una fuerza laboral más joven, menores costos y afinidad comercial y cultural.
Para las principales empresas globales, desde General Motors Co. (GM) hasta Netflix Inc. (NFLX), expandir sus operaciones al sur de la frontera no solo es inteligente; es una necesidad estratégica.
Además, las encuestas sugieren que, a pesar de las tensiones periódicas, la mayoría de los estadounidenses entienden que mantener buenas relaciones con México es esencial para Estados Unidos.

Como lo expresa el consultor Julio Madrazo: “Vivimos en la mejor calle del mejor barrio del mundo”. Comparado con otras regiones, México no enfrenta guerras, colapso demográfico ni crisis fiscal ni de pensiones; tiene acceso geográfico a los mercados del Pacífico y del Atlántico, y un amigo adinerado al lado.
El problema, añade Madrazo, es que México tiene la casa más destartalada de la calle: “La pintura se está descascarando, algunas ventanas están rotas y dejamos la basura afuera”.
Tiene razón. La mayor oportunidad de México está a su alcance, pero para aprovecharla, debe poner orden en su propia casa.
Entra en escena Claudia Sheinbaum.
La primera mujer presidenta de México acaba de cumplir su primer año en el cargo con índices de aprobación superiores al 70%. A diferencia de su predecesor, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), que resentía la empresa privada y habría nacionalizado todo si hubiera podido, Sheinbaum ha construido una asociación constructiva con el sector empresarial a pesar de sus raíces izquierdistas.
Si preguntamos a los ejecutivos de Ciudad de México, seguro que nos hablan de su disciplina, su experiencia en política, su incansable ética de trabajo y su claro sentido de la orientación.
Su Plan México, un programa a largo plazo para promover el desarrollo, la sustitución de importaciones y la deslocalización cercana, representa un firme intento de reactivar el crecimiento económico, que se prevé que sea solo del 1% este año y del 1,5% el siguiente.
Previendo el momento oportuno, el Foro Económico Mundial trajo recientemente una delegación de 60 importantes líderes empresariales, encabezada por Larry Fink de BlackRock Inc. (BLK), para reunirse con Sheinbaum en el Palacio Nacional.
Pasaron casi dos horas juntos, quizás la señal más clara hasta la fecha de que los inversionistas globales perciben que algo está cambiando en México.
“Ahora hay señales más claras que apuntan a una política favorable a las empresas con inversiones y empleo”, declaró el presidente del Foro, Børge Brende, tras la reunión.
Sin embargo, las grandes empresas aún necesitan ver más.
Sheinbaum afirmó recientemente que “México está de moda, aquí y en todo el mundo”. Esto puede ser cierto en lo que respecta a la exquisita gastronomía del país y sus impresionantes destinos turísticos, pero no lo es tanto en lo que respecta al auge de la inversión.
A pesar de su economía abierta, su ventaja geográfica y sus múltiples tratados de libre comercio con 52 países, México atrae alrededor de un 36% menos de inversión extranjera que Brasil, y la mayor parte de esta corresponde a reinversiones de empresas ya establecidas aquí. Entre tanto, la formación bruta de capital fijo, un indicador clave de la inversión nacional, cayó casi un 7% en los primeros 7 meses del año.
No hay mejor manera de atraer capital que fortaleciendo el marco institucional y legal, lo que implica reducir la corrupción arraigada, un problema en el que México aún figura en los últimos puestos del ranking mundial.
Si bien Sheinbaum ha mostrado cierto éxito inicial en la reducción de las tasas de homicidios y la mejora de la seguridad general, aún queda un largo camino por recorrer para recuperar el control total del territorio nacional y desmantelar los grupos criminales que dominan el negocio del narcotráfico y la extorsión.
Por eso, el gobierno debe estar dispuesto a sacrificar parte del dogma político en aras de la velocidad. Una contrapartida del estilo disciplinado y menos improvisado de Sheinbaum es un proceso de toma de decisiones demasiado lento.
Si la administración se toma en serio el impulso a la infraestructura, México ya debería tener en marcha 20 o 30 proyectos con un valor de, digamos, US$5.000 millones cada uno (puertos, carreteras, líneas de transmisión, parques de energía renovable) para transformar realmente la economía en un par de años.
Debería depender más de subastas privadas y menos de proyectos estatales o gestionados por militares. Como también afirma Madrazo, México debería simplemente poner en marcha tres o cuatro grandes proyectos mixtos de infraestructura y refinar el modelo a medida que aprende.
“No habrá un nuevo marco perfecto para las asociaciones público-privadas. Lo perfecto es enemigo de lo bueno, y urgen nuevas inversiones para aprovechar nuestras fortalezas”.
Hay otra palanca poderosa al alcance en forma de ahorro privado, con los fondos de pensiones e inversión del país que ya poseen activos combinados equivalentes a más del 30% del PIB. Estos fondos podrían financiar infraestructura adicional a largo plazo, al tiempo que proporcionan rendimientos sólidos para los trabajadores mexicanos.
Pero eso requiere una mayor confianza en el sector privado y un reconocimiento de que las empresas a menudo pueden ofrecer lo que el gobierno no puede, dadas sus limitaciones financieras y la falta de capacidad técnica. Es una admisión difícil de hacer para cualquier administración estatista, pero es esencial si México quiere liberar su potencial.
Los responsables políticos también harían bien en admitir, aunque sea en privado, su terrible historial con grandes proyectos, desde la desastrosa gestión del gigante petrolero Pemex hasta elefantes blancos como el Tren Maya de más de US$25.000 millones.
Han pasado más de 30 años desde que México se unió al club de las naciones ricas, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), una decisión que causó sorpresa en 1994.
El país aún tiene todo lo necesario para alcanzar el estatus de nación desarrollada; si no lo hace ahora, solo podrá culparse a sí mismo.
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