He aquí otra forma en la que el presidente Donald Trump no está haciendo que Estados Unidos vuelva a ser grande ni fuerte, sino más débil, y por mucho tiempo más: está saboteando las redes intelectuales y personales transnacionales centradas en Estados Unidos que han amplificado el poder estadounidense, al interrumpir el flujo de futuros líderes de países extranjeros que fueron educados y formados en Estados Unidos.
Su administración lo hizo expulsando, hostigando o intimidando a extranjeros en universidades de Estados Unidos. Ha revocado los visados de más de 1.400 estudiantes internacionales en campus estadounidenses.
En ciertos casos, el gobierno adujo que se trataba de estudiantes que protestaban a favor de Palestina; en otros, que habían delinquido, aunque resultaran ser multas de aparcamiento impagadas o inexistentes. En muchos casos, las revocaciones no tenían una justificación clara.
En el contexto del enfrentamiento concreto entre la Casa Blanca y la Universidad de Harvard, la administración llegó incluso a amenazar con impedir que dicha institución matriculase a estudiantes internacionales.
Eso provocó suficientes demandas y caos, ¿Habíamos visto este fenómeno antes en esta administración?, como para que el gobierno prometiera en la última semana restablecer el debido proceso en su revisión de los visados de estudiante. No Obstante, ya sea que lo haga o no, el daño puede que ya esté hecho.
No importa a cuántos estudiantes obligue finalmente esta yihad burocrática a regresar a casa, lo cierto es que servirá para disuadir a otros muchos jóvenes talentos extranjeros de que soliciten estudiar en EE.UU. en primer lugar.
¿Por qué deberían arriesgarse legalmente o sufrir hostilidades (además de los elevadísimos costes de las matrículas en Estados Unidos) cuando en su lugar podrían obtener sus títulos en Canadá, Gran Bretaña, Australia, China o cualquier otro lugar?
Entre esos brillantes jóvenes que forjan sus nuevas ideas, conocimientos y amistades en el exterior, y no en territorio estadounidense, se encontrarán algunos de los líderes del mundo del futuro.
Para comprender lo que Estados Unidos se perderá en los próximos años, consideremos las sutiles pero influyentes redes de poder blando que durante mucho tiempo han sido uno de los beneficios del estatus de Estados Unidos como superpotencia educativa.
Al cubrir la crisis financiera asiática de finales de los años 90, o también la mundial de finales de la década del 2000, a menudo oía que las negociaciones entre los distintos países e instituciones resultaron mejor de lo esperado, y mejor para EE.UU., en particular, porque muchos de los asistentes a las reuniones habían pasado tiempo en los mismos campus, estudiado con los mismos profesores o incluso habían participado en las mismas aulas.
Vestían ropas diferentes y hablaban inglés con distintos acentos. Pero compartían, para bien o para mal, el lenguaje y la mentalidad de, por ejemplo, la Escuela Kennedy de Harvard, o los departamentos de economía del MIT o la Universidad de Chicago.
Mario Draghi, por ejemplo, ha sido banquero central italiano y europeo (además de primer ministro de Italia), al igual que Raghuram Rajan dirigió el banco central de la India y el departamento de investigación del Fondo Monetario Internacional, entre otros cargos.
Sin embargo, ambos se doctoraron en el MIT y recibieron la influencia de Stanley Fischer, un gigante de las finanzas (y exbanquero central de Israel).
Como profesor del MIT, Fischer fue mentor de futuros banqueros centrales en la mayoría de los continentes, excepto la Antártida, desde Australia hasta Brasil y Japón. Mark Carney, exgobernador de bancos centrales del Reino Unido y Canadá (y actual primer ministro de Canadá), no figura entre ellos; estudió en Harvard.
En algunos casos, estas biografías dan lugar a historias de éxitos asombrosos, tanto para las personas como para el mundo y el país anfitrión, Estados Unidos.
Ngozi Okonjo-Iweala es nigeriana y estudió en Harvard y en MIT, y posteriormente reformó la economía nigeriana en dos periodos como ministra de finanzas, antes de trabajar en el Banco Mundial y dirigir la Organización Mundial del Comercio. Sigue siendo nigeriana, pero ahora también es ciudadana estadounidense .
La lista de jefes de estado formados en Estados Unidos también es larga. Para latinoamericanos y africanos ambiciosos, una o dos estancias en un campus estadounidense son prácticamente un rito de paso.
El padre fundador de Singapur, Lee Kuan Yew, envió a su hijo menor a Stanford y al mayor a la Escuela Kennedy de Harvard; este último se convirtió posteriormente en el tercer primer ministro de Singapur. La actual presidenta de Taiwán obtuvo su maestría en Harvard; su predecesora la obtuvo en Cornell.
El rey jordano también estudió en EE.UU. (Georgetown), al igual que gran parte de su élite política. El príncipe heredero de Arabia Saudita, Mohammed bin Salman, no lo hizo, pero eso lo convierte en un caso aparte entre la realeza saudí.
A los israelíes les encanta visitar uno o dos campus estadounidenses, incluyendo los del actual primer ministro, Benjamin Netanyahu (MIT y Harvard).
Y así sucesivamente, desde Moldavia hasta Corea del Sur e Indonesia, donde el actual presidente no estudió en Estados Unidos, pero sí su influyente ministra de finanzas, Sri Mulyani Indrawati (Universidad de Illinois); ella ha calificado sus años en Estados Unidos como formativos.
Es discutible si una educación estadounidense siempre hace que los líderes extranjeros sean más proestadounidenses o prooccidentales, o incluso simplemente más capaces. Sin embargo, como mínimo, permite a los estudiantes internacionales ver el mundo y sus propios países a través de los ojos, las narrativas, las metáforas y las referencias estadounidenses.
Les proporciona un vocabulario literal y figurativo con el que posteriormente dirigirán organizaciones internacionales o negociarán con la Casa Blanca.
El académico Joseph Nye definió el poder blando como la capacidad de lograr que otros deseen lo que uno desea. En la medida en que una educación estadounidense logra que otros piensen como piensan los estadounidenses, es la herramienta ideal del poder blando, si se decide verlo así.
Por supuesto, existen muchas otras razones para que Estados Unidos acoja a estudiantes internacionales: alrededor de un millón al año, según el último recuento.
Los extranjeros que estudian en Estados Unidos inventan y son pioneros en nuevas tecnologías y modelos de negocio a un ritmo desproporcionado, y la mayoría lo hace en y para EE.UU.. Si la administración Trump los expulsa, esos talentos innovarán en y para China, o para otros adversarios y competidores.
Pero la capacidad de formar redes intelectuales y personales en todo el mundo es razón suficiente para mantener la educación estadounidense cosmopolita, en lugar de atrincherarse en la torre de marfil y cerrar las mentes estadounidenses. En ese sentido, la educación es como el comercio: enriquecedora cuando está abierta, corrosiva cuando está cerrada.
Los beneficios que describo se pagan lentamente, hay que reconocerlo, y Trump no es conocido por su capacidad de concentración ni por su planificación a largo plazo. Pero algunas recompensas pueden ser inmediatas, aunque sean difíciles de cuantificar.
Bilal Erdogan (Universidad de Indiana y Harvard) sin duda le ha hecho entrar en razón a su padre, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, sobre Estados Unidos.
Y a medida que las relaciones entre EE.UU. y China se tensan cada vez más, sin duda beneficia a ambos países que Xi Jinping pueda recurrir a su hija Mingze para obtener consejos discretos sobre los estadounidenses. Se dice que ella también estudió en Harvard, aunque con un alias. Poco más se sabe públicamente, ni siquiera si pagó todas sus multas de aparcamiento.
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