Con concentraciones antiestadounidenses en las calles y la bandera de barras y estrellas en llamas, Panamá no ha reaccionado bien a la promesa del presidente Donald Trump de recuperar su famoso canal.
Desde la sorpresiva proclamación de Trump, el presidente de Panamá, José Raúl Mulino, ha estado realizando un delicado acto de malabarismo, tratando de aplacar a la nueva administración de EE.UU. a la vez que contenía el furor interno sobre sus demandas expansionistas.
Las discrepancias públicas sobre el tránsito por el canal de buques del gobierno de Estados Unidos son solo una muestra de lo complicado que le resulta a Mulino contentar a ambas partes.
El episodio panameño pone en evidencia la nueva estrategia hacia América Latina que se está configurando en las primeras semanas de Trump 2.0: la administración está abandonando el concepto de panamericanismo, según el cual EE.UU. intentaba fomentar una mayor cooperación y una diplomacia basada en reglas, aun actuando como país hegemónico.
En cambio, la región ahora se enfrenta a un gobernante sin reparos que manda a todo el mundo porque el único lenguaje que conoce es el del poder puro y duro.
¿Qué mejor símbolo de este nuevo planteamiento que la apropiación de la infraestructura más simbólica de la región?
Sin lugar a dudas, Trump ha captado algunos aliados populistas en la región que no tenía cuando asumió la presidencia en 2017, en particular Javier Milei en Argentina y Nayib Bukele en El Salvador. En los próximos veinte meses, Chile, Colombia y Brasil podrían votar gobiernos de derechas. Además, ha nombrado al primer secretario de Estado latino.
Sin embargo, la severidad de su planteamiento de “lo tomas o lo dejas” no solo anulará estas ventajas, sino que infundirá nueva fuerza al antiamericanismo que durante largo tiempo ha ensombrecido las relaciones entre EE.UU. y sus vecinos del sur, debilitando su interés por cooperar y establecer objetivos comunes.
La insistencia de Trump de culpar a la región por los problemas de EE.UU. (migración ilegal, tráfico de drogas, desequilibrios comerciales o inversiones fallidas) ya ha tenido consecuencias de largo alcance: la cancelación de la ayuda exterior, la amenaza de aranceles, una reversión de los esfuerzos para frenar los sobornos estadounidenses en el extranjero y la flagrante traición a los refugiados venezolanos en EE.UU. al poner fin a su libertad condicional humanitaria.
Como Trump dijo sin rodeos a los periodistas que le preguntaron sobre América Latina recientemente: “No los necesitamos. Ellos nos necesitan a nosotros”.
Esta estrategia del hombre fuerte puede funcionar bien entre los votantes estadounidenses, ansiosos de soluciones rápidas y nostálgicos de un pasado irrecuperable.
Pero no tanto con sus vecinos, muchos de cuyos gobiernos probablemente perseguirán esfuerzos de contención o alianzas más estrechas con países más complacientes y generosos (léase China, ya el mayor socio comercial de Sudamérica).
Los estadounidenses no han sabido reconocer las raíces de los antiguos agravios de América Latina y han preferido recurrir a una serie de mitos catalogados por Alan McPherson, de la Universidad de Temple.
Por ejemplo, cuando Fidel Castro y sus revolucionarios derrocaron a un gobierno corrupto y tiránico respaldado por EE.UU., el presidente Dwight D. Eisenhower se apresuró a denunciarlo y a calificarlo de “loco”.
Antes, la CIA había descrito al gobierno del presidente guatemalteco Jacobo Árbenz, derrocado por EE.UU. en 1954, como “un programa de progreso intensamente nacionalista teñido por el delicado complejo de inferioridad antiextranjera de la ‘República Bananera’”.
Esos son solo algunos de los muchos acontecimientos que explican por qué el antiamericanismo de la región no es irracional o simplemente alimentado cínicamente por algunas élites locales.
Pero la sospecha y la enemistad hacia el coloso del norte también coexisten con una apreciación constante del valor de los buenos vínculos, naturalmente, los funcionarios estadounidenses de la era de la Guerra Fría patologizaron esta ambivalencia como una forma de “esquizofrenia”.
Como sostiene el historiador Eric Zolov de la Universidad de Stony Brook, el panamericanismo siempre ha estado hermanado con una tendencia estadounidense a promover agresivamente sus intereses, mezclando los principios republicanos del país con sus impulsos imperialistas. “No veo estas cosas como necesariamente inconsistentes”, me dijo Zolov.
“EE.UU. está muy integrado con América Latina y la idea de ser un buen vecino ya está profundamente arraigada en nuestro ADN. Al mismo tiempo, tenemos muchos ejemplos de servir a nuestro interés egoísta. Siempre ha habido un ida y vuelta”.
Testigo de ello es un estudio de 2023 de Pew Research que muestra fuertes opiniones a favor de EE.UU. en las tres economías más grandes de la región después de un declive en las percepciones durante el primer mandato de Trump.
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Esta ambivalencia se puso de manifiesto durante el viaje del Secretario de Estado Marco Rubio a la región, donde mezcló el discurso duro de Trump con promesas de cooperación y asociación.
Rubio sin duda vio el poder simbólico de elegir América Latina como su primer destino en el extranjero; pero ir a América Central también le garantizó algunas victorias políticas fáciles desde el principio.
La relación asimétrica entre EE.UU. y Panamá, El Salvador, Costa Rica, Guatemala y la República Dominicana le permitió actuar como un virrey moderno. Esperemos más turbulencias en futuros compromisos con Brasil, México y Colombia.
Los inconvenientes de la estrategia de Trump, que no ofrece ningún tipo de incentivo, son inequívocos. Basta pensar en el desdén que siente por sus supuestos socios: Panamá es un aliado cercano de EE.UU. y un actor clave en su estrategia para detener la migración ilegal, pero la repentina obsesión del presidente con el canal envenenó desde el principio la relación con el conservador Mulino, partidario de las empresas.
Trump se ha negado a eximir a Argentina de los aranceles entrantes del 25% sobre el acero a pesar de su relación con Milei; el presidente justificó la medida diciendo que EE.UU. tiene un “pequeño déficit” con la nación sudamericana, incluso cuando los datos estadounidenses mostraban un superávit de bienes de US$2.000 millones con Argentina el año pasado.
Milei, que no ha comentado públicamente la decisión, fue rápidamente objeto de burlas por parte de la prensa argentina por el desaire. Y hay que recordar que durante la campaña del año pasado, Trump criticó a Bukele por “enviar a sus asesinos a EE.UU.”, en fin, amigos sin beneficios.
El primer mandato de Trump es una prueba de que la intimidación unilateral puede tener consecuencias negativas.
En 2020, logró instalar a Mauricio Claver-Carone al frente del Banco Interamericano de Desarrollo, rompiendo así la larga tradición de que un latinoamericano liderara el principal banco de desarrollo de la región y creando una grave grieta. Incluso el gobierno brasileño de Jair Bolsonaro, partidario de Trump, apoyó la decisión de despedir a Claver-Carone dos años después.
Pero esa lección parece haberse perdido. Claver-Carone está ahora de vuelta en la Casa Blanca como enviado especial de Trump para América Latina y califica el enfoque de la administración hacia la región de “expansionismo no imperialista”.
Trump parece haber malinterpretado el consejo de Maquiavelo de que es mejor ser temido que ser amado, olvidando que el italiano también instaba a los príncipes a no exagerar: “debe, no obstante, el príncipe hacerse temer de manera que si no gana el amor, evite el odio, porque puede muy bien ser temido y a la vez odiado”.
Maquiavelo continuó: “Sobre todo, no debe apoderarse del patrimonio de otros. Los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”.
Palabras sabias cuando se trata del Canal de Panamá.
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