El cansancio de los votantes con el Partido Demócrata, y el cansancio del partido consigo mismo, ayudan mucho a explicar la victoria de Donald Trump el pasado noviembre.
El actual presidente identificó los puntos débiles y los atacó. Es instintivamente escandaloso y nada le satisface más que volver locos a sus adversarios, no obstante, sus provocaciones suelen tener un propósito político inteligible. Y han funcionado. En términos tácticos, sabe lo que hace.
O eso pensaba yo. El ataque a las nóminas gubernamentales de forma tan imprudente como está pretendiendo ahora el DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental) podría ser en un principio popular entre buena parte de la base de Trump, sin embargo, los riesgos para los transeúntes inocentes, y el daño político que pudiera derivarse, son obvios.
Y lo que es peor, su política comercial en su segundo mandato, bastante más radical que antes, representa una amenaza para la economía con un choque estructural tremendo. Sus votantes no le pidieron que destrozara la economía antes de reconstruirla.
Sus aranceles no son tan populares de entrada. Pronto serán detestados. Recibirá las mismas críticas por la escalada de precios que sufrió la administración Biden, y tendrá muchas menos justificaciones.
Es desconcertante.
Trump se postuló como el candidato del sentido común. Los demócratas se alinearon con, o decidieron no distanciarse de, puntos de vista que consternan a demasiados votantes.
Que la igualdad es racista, que los géneros se asignan al nacer, que no existen los inmigrantes ilegales, que no se puede tener demasiado gasto público, etcétera. Y antepusieron la defensa de estas ideas a hacer frente a las dificultades económicas que eran prioritarias para la mayoría de los votantes.
Gracias a estas insensatas prioridades, Trump pudo aprovechar la frustración de los votantes indecisos y presentarse como el realista que habla claro.
El principio rector de la política exterior y económica de Trump, ‘Estados Unidos primero’ o America First, tiene cierto aire de sentido común. Pero pocos votantes verán una guerra comercial como la solución sensata. Las empresas ya se enfrentan a mayores costes, recortando sus previsiones de beneficios y replanteándose sus inversiones.
El mercado bursátil se ha desplomado y los inversores temen que lo peor esté por venir. La inflación está repuntando lentamente, la inflación prevista se ha disparado y la confianza del consumidor ha disminuido, mientras los hogares reflexionan sobre el futuro.
El gobierno promete su iniciativa comercial más radical hasta la fecha el 2 de abril: un amplio plan de aranceles “recíprocos” y sectoriales. Esto implicará negociaciones y renegociaciones interminables con cada socio comercial en múltiples líneas de productos. Sella el fin de décadas de cooperación comercial y consolida la creciente incertidumbre como una condición permanente.
La probable combinación de menor crecimiento y aceleración de los precios ha llevado a los economistas a hablar de estanflación. ¿Existe la estanflación de sentido común? Incluso para Trump, eso sería una exageración.
El presidente podría pensar que sus partidarios coinciden en que los aranceles son algo positivo. Algunos lo creen, sin duda. La proporción de estadounidenses que ve el comercio como una amenaza y no como una oportunidad aumentó drásticamente después de 2020, casi en su totalidad debido a un cambio en el Partido Republicano.
Pero en 2021, los estadounidenses siguen divididos en dos a uno a favor de ver el comercio como una oportunidad. Como siempre, preste atención a cómo se plantea la pregunta. El año pasado, una encuesta reveló que el 56% está a favor de “aranceles sobre productos fabricados en otros países si estos países han impuesto aranceles a productos estadounidenses”.
Pero una vez que se añadieron las compensaciones a la pregunta, “si aumentara el precio de las cosas que se compran en la tienda”, “si redujera la innovación y el crecimiento en las empresas estadounidenses”, “si redujera los empleos estadounidenses en las empresas que dependen de esos productos sujetos a aranceles”, la mayoría a favor de los aranceles se desplomó.

Un proteccionista sensato, si existiera tal cosa, seguramente preferiría un sistema establecido y ordenado de impedimentos a la competencia que permita a inversores, productores y consumidores planificar con antelación, en lugar de amenazas en constante fluctuación, justificaciones vagas y en constante cambio para barreras que podrían o no imponerse, el desmantelamiento abrupto de los mercados integrados que los productores estadounidenses han construido y de los que ahora dependen, y ataques retóricos gratuitos contra amigos y aliados de Estados Unidos.
La fórmula parece ser un caos sin fin, con Trump en el podio blandiendo su batuta. Moderados e independientes lo detestarán.
Pase lo que pase, los aranceles sin duda subirán los precios, ¿y quién duda ya de que los estadounidenses detestan la inflación? El problema paralizó a Joe Biden. Los demócratas empeoraron las cosas al negar o minimizar el problema. (¿Por qué te obsesionas con la inflación? Los precios son más altos que antes, pero ya no suben tan rápido).
Increíblemente, Trump y su equipo están presentando una defensa que es igualmente sorda a las preocupaciones de los votantes comunes. (La economía necesita una pausa para desintoxicarse. No es para tanto. Acéptalo).
Si bien las políticas de Biden empeoraron la inflación, la pandemia fue la causa principal y los votantes saben que no fue su culpa. Trump intentará culpar a la Reserva Federal de su inflación, iniciando una disputa que, por cierto, dañará aún más la economía. Los votantes no se lo creerán. La guerra comercial del presidente es una guerra de elección. Él asumirá sus consecuencias.
Una última cosa.
Trump logró esclavizar a los republicanos en el Congreso, no porque los convenciera sobre comercio e innumerables otros asuntos, sino porque cuenta con un gran apoyo entre la base electoral del partido. Si llega la estanflación, ese apoyo se erosionará. En ese momento, los republicanos en el Congreso podrían tener la valentía de recordar sus creencias. Eso no sería bueno para el presidente.
La victoria de Trump en noviembre fue un logro asombroso. Podría haberse conformado con su lugar en la historia, haber cumplido algunas de las promesas más populares (asegurar la frontera, reducir la conciencia política, reducir la regulación, recortar un poco los impuestos y el gasto público) y disfrutar de su triunfo.
Sus más fervientes partidarios deben estar encantados de que no esté satisfecho y que esté decidido a provocar una revolución radical. Todos los demás pronto dirán: “Por favor, que pare”.
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