México se está convirtiendo en uno de los principales frentes de la rivalidad económica entre Estados Unidos y China.
Por un lado, México es el principal socio comercial de EE.UU. y un aliado estratégico en virtud del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (T-MEC). Si preguntamos a casi cualquier mexicano, y pese a los antiguos resentimientos, la mayoría admitiría sin reparos que el futuro de su país depende de una mayor integración con su vecino del norte, tanto por razones estratégicas y comerciales como culturales e incluso históricas.
Pero, paralelamente, China ha expandido silenciosamente su presencia en la segunda economía más grande de Latinoamérica a través de inversiones e importaciones baratas, de maneras que ni los responsables políticos ni el público entienden del todo.
Esto ha dado lugar a un proceso de integración económica norteamericano más complejo, y a menudo discrepante, en el que China ha surgido como un importante factor potencial de perturbación.
Así lo demuestra el enorme déficit comercial entre México y China. En el 2024, México importó alrededor de US$130.000 millones en productos chinos, pero únicamente exportó US$10.000 millones, un desequilibrio impresionante.
En respuesta a ello, la presidenta Claudia Sheinbaum anunciaba recientemente la imposición de aranceles de hasta el 50% a las importaciones procedentes de países sin acuerdos de libre comercio (léase: China), después de disuadir al gigante chino de los vehículos eléctricos BYD Co. de la construcción de una planta local.
Estas dos medidas se han considerado una oferta del Gobierno mexicano a la Administración Trump sin ninguna contraprestación concreta.

Estas medidas podrían servir para proporcionar una cobertura política a corto plazo, pero no resolverán el dilema subyacente. A Washington le fascinaría ver desaparecer las operaciones chinas en México, pero eso simplemente es irrealista, teniendo en cuenta el nivel de dependencia que tiene el país de los insumos chinos.
Y eso es un problema común: si EE.UU. dispusiera de una varita mágica para desvincular su economía de la de su rival asiático, ya la habría usado y se la habría cedido con mucho gusto a su vecino del sur.
Es por esto que los aranceles unilaterales o las declaraciones agresivas no solucionarán este punto de tensión en la relación del T-MEC. México y EE.UU. deberán considerar esto como un desafío en común y recordar que el T-MEC es mucho más valioso para ambos países que cualquier otra relación secundaria.
Un estudio del Tecnológico de Monterrey, que será publicado próximamente, realizado por los investigadores Agustina Giraudy, Ernesto Stein, Francisco Urdinez y Víctor Zuluaga, arroja nueva luz sobre la profundidad de este enredo.
Mediante un seguimiento meticuloso de cientos de proyectos extranjeros, los autores estiman que la inversión directa china en México ha alcanzado los US$21.300 millones desde inicios de siglo, más de siete veces la cantidad reportada en las estadísticas oficiales. Esta es una diferencia enorme que revela una relación económica mucho más profunda.
Desde hace tiempo se sospecha que las estadísticas mexicanas no reflejan el alcance total de la inversión china. Se ha convertido en una verdad incómoda para los funcionarios de Ciudad de México, temerosos de enfadar a Washington, ahora obsesionado con contrarrestar cualquier influencia de ese país.
Pero la discrepancia también refleja cómo las compañías chinas han aprendido a navegar y, en ocasiones, a ocultar, su presencia en la propia esfera de influencia de EE.UU. por razones geopolíticas.
Un análisis reciente del Banco de la Fed de Dallas expone las razones que hay detrás de esta discrepancia entre los cálculos oficiales y las estimaciones privadas.
El documento del Tec de Monterrey aporta otro hallazgo revelador: cada incremento de un punto porcentual en los aranceles de EE.UU. sobre las importaciones de China ha generado un alza del 8,2% al 8,9% en la inversión china en México durante 2023 y 2024, respectivamente.
Esto significa que la guerra comercial de Washington durante la primera administración de Donald Trump tuvo un efecto secundario evidente: empujó a los fabricantes chinos a usar a México como puerta trasera al mercado estadounidense, con un retraso de entre 3 y 5 años después de la implementación de los aranceles, según dicho estudio.
“Las empresas chinas trasladaron su producción a México como plataforma de exportación para mantener el acceso al mercado estadounidense y, al mismo tiempo, reducir su exposición a las tensiones geopolíticas”, escribieron los autores en el informe, compartido en exclusiva con esta columna.
“La evidencia de que las empresas chinas reaccionaron a los aranceles estadounidenses aumentando la producción en México sugiere que las políticas comerciales unilaterales pueden tener una eficacia limitada cuando existen ubicaciones de producción alternativas fácilmente disponibles”.

Esta perspectiva llega en un momento crucial. A medida que comienzan los preparativos para la próxima revisión del T-MEC, la Casa Blanca de Trump ha dejado claro que México debe moderar sus crecientes vínculos con Pekín si aspira a una renegociación fluida.
La segunda exigencia a México es que comience a revertir su creciente superávit comercial con Estados Unidos, que se sospecha se debe en parte a la creciente participación de China en la economía local. Pero lograrlo no es tan sencillo como parece.
Para empezar, la relación de México con China siempre ha sido tensa. El enfoque industrial compartido de ambas naciones las ha convertido desde hace mucho tiempo en competidoras, y la historia no ha ayudado.
Durante décadas, las relaciones se vieron perjudicadas por la masacre de Torreón de 1911, en la que más de 300 migrantes chinos fueron asesinados en el norte del país. En 2021, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador emitió una disculpa oficial, calificando la atrocidad de “pequeño genocidio”.
A principios de siglo, México fue la última gran economía en respaldar la entrada de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) , haciéndolo a regañadientes y bajo presión de Estados Unidos.
La ironía es evidente ahora: el mismo gobierno estadounidense que presionó a México para que aceptara la membresía de China en el sistema comercial global hace 25 años, con un costo significativo para algunas industrias mexicanas, ahora exige que deshaga esos vínculos.
Y los propios aranceles de Washington sobre los productos de China no han hecho más que acelerar las tendencias de nearshoring, invitando así al capital chino a acercarse.
En vez de pedirle a México que deje de lado sus lazos con China de un día para otro, Washington debería concentrarse en fortalecer la alianza comercial de América del Norte.
Existe mucho que ambos países pueden hacer juntos en este aspecto, desde unificar determinadas políticas arancelarias para ciertos negocios hasta establecer las llamadas “zonas prohibidas” para ciertos sectores estratégicos en el marco del T-MEC.
Sobre todo, ambos vecinos deben ser realistas: reducir la influencia de China probablemente tomará años, si no décadas. Al igual que con la decisión de la OMC hace unos 25 años, el resultado definirá el papel de México en el nuevo orden comercial global.
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