La mejor forma de oponerse a Trump es reparar, no resistir

La mejor forma de oponerse a Trump es reparar, no resistir.
Por Clive Crook
08 de febrero, 2025 | 10:15 AM

La avalancha de decretos del presidente Donald Trump apunta a que, por segunda vez, puede representar una amenaza mayor que antes para el orden y la prosperidad de Estados Unidos.

Ahora parece más enérgico y mejor preparado, y sus planes son mucho más audaces. Ante esta perspectiva, la ausencia de oposición política al inicio de del segundo mandato de Trump es ominosa.

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No se trata de un llamamiento a #Resistir. Ese tipo de enfoque fue absurdo desde el inicio, y las elecciones lo echaron por tierra.

Una oposición inteligente y eficaz no implica considerar cada movimiento de Trump como maléfico y autocrático, lo que supone que debe ser detenido por cualquier medio que se necesite, sino identificar cuáles de sus objetivos son populares y tienen sentido, y cuáles deben ser enmendados, desviados o bloqueados. Ya sabes, la política normal.

Las posibilidades de que esto suceda no son buenas.

Los republicanos en el Congreso están en su mayoría convertidos en seguidores del culto a Trump y los demócratas están sin líder, al parecer aturdidos en silencio.

Una democracia que funcione bien no se dedica a visiones transformadoras de grandeza nacional, justicia social o cualquier otro proyecto que lo abarque todo: su propósito es mediar en los desacuerdos sobre los fines y los medios, a la vez que moderan los excesos de poder y ambición.

Estos primeros días de Trump son el arquetipo del exceso: intervención tras intervención que quebrantan las normas y ostentan el poder como si ninguna otra rama del Gobierno importara.

Y en el peor de los casos, como la vaga, arrolladora y posteriormente rescindida directiva de pausar miles de millones de dólares del gasto federal autorizado- no sirven a ningún propósito coherente. Mientras tanto, un Congreso paralizado por la aversión mutua, dividido entre republicanos irresponsables y demócratas despistados, observa.

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La Constitución es una salvaguardia necesaria pero insuficiente.

Faculta al Congreso para crear leyes y mantener bajo control el poder ejecutivo, pero no puede obligarlo a actuar si los legisladores deciden no intervenir. En muchas áreas (sobre todo en la política comercial, donde Trump amenaza con infligir un daño duradero a la economía global), la legislatura abdicó hace años.

¿Y qué decir de los tribunales?

Son una forma de bloquear las medidas ejecutivas que son inconstitucionales, pero son una defensa imperfecta incluso contra violaciones claras. La orden de Trump sobre la ciudadanía por nacimiento, por ejemplo, ya ha sido bloqueada por un juez que la calificó de “manifiestamente inconstitucional”, pero eso no pone fin al asunto.

Un litigio prolongado puede imponer meses o años de demora y perturbación, y una mayor erosión del respeto por la ley. La perturbación es uno de los principales propósitos de Trump. El mero hecho de crear incertidumbre sobre el futuro de la ciudadanía por nacimiento hace avanzar su agenda. En esos casos, el proceso es la política.

En términos más generales, el uso de la “guerra jurídica” para contener a un presidente que se excede en sus funciones es un fracaso demostrado que causa daños colaterales. Los políticos y fiscales demócratas le echaron la culpa a Trump, pero los votantes los repudiaron rotundamente.

Los demócratas ayudaron a enterrar la norma de un sistema judicial políticamente neutral, primero al forzar las normas constitucionales y otras normas legales según lo consideraron necesario para lograr sus propios fines, y luego al arrancarse los pelos por la amenaza existencial a la democracia que planteaba el afán de Trump de hacer lo mismo.

Gracias en parte a la hipérbole y la hipocresía de los demócratas, el país perdió dos veces: los votantes afirmaron su pérdida de confianza en la ley y reeligieron a un candidato patentemente inadecuado, decidido a poner a prueba aún más los límites.

Hay que tener en cuenta que, en la mayoría de los casos, Trump está en su derecho constitucional de ejercer sus poderes como evidentemente pretende. Se le critica por intentar doblegar al poder ejecutivo a su voluntad dotándolo de personal leal, pero la idea de que se necesita un ejecutivo independiente para limitar al presidente es constitucionalmente cuestionable, por decirlo suavemente.

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El presidente es el jefe del ejecutivo. Si quiere cerrar las oficinas de DEI del gobierno federal, cambiar de lugar al personal del Departamento de Justicia, despedir a un montón de inspectores generales departamentales, quitarle poder al Congreso (con su bendición) declarando diversas emergencias nacionales (sobre comercio, frontera, energía, lo que sea), no está violando la Constitución.

Su decisión más escandalosa en una primera semana llena de acontecimientos fue indultar a prácticamente todos los manifestantes del 6 de enero.

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Es cierto que a muchos de ellos se les imputaron cargos excesivos y se les castigó con demasiada severidad, y esta estrategia de procesamiento demasiado celoso erosionó aún más la neutralidad percibida del sistema judicial.

No obstante, al conceder indultos, el hecho de que Trump no haya hecho distinción entre delincuentes violentos y no violentos es indefendible (incluso sus partidarios, como el vicepresidente J. D. Vance y Pam Bondi, su candidata a fiscal general, parecieron haber estado equivocados en este aspecto).

Pero, una vez más, el presidente tiene el poder de indultar. Trump abusó de él en una escala mayor que la que abusó el expresidente Joe Biden, lo cual es decir mucho, pero los presidentes tienen una amplia libertad para extender sus poderes conforme a la Constitución.

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En resumen, no esperen demasiado de la ley. En un mundo mejor, las elecciones serían el remedio para los excesos legales y/o la incompetencia descarada, pero faltan dos años para las elecciones de mitad de mandato y cuatro para que Trump (espero) abandone la Casa Blanca. Puede que ese tiempo no sea suficiente para que los demócratas, desconcertados, comprendan lo que acaba de suceder.

Mientras tanto, la responsabilidad recae en el Congreso. La mejor razón para el optimismo (y no me atrevo a decirlo) es que ambas cámaras están muy divididas. Como resultado, grupos bastante pequeños de moderados bipartidistas podrían unirse y ejercer una influencia desproporcionada.

Tendrían que poner al país por encima del partido y la ambición política. La mayoría piensa que esto es pedir demasiado. Pero si estuvieran dispuestos, podrían organizar sus esfuerzos en torno al buen gobierno, en lugar de derrotar a sus enemigos políticos. Su objetivo inmediato sería una mejor política, no salvar la democracia. Una mejor política, a su vez, fortalecería la democracia.

Del lado republicano, la necesaria resistencia no es del todo imposible.

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Los republicanos bloquearon la nominación de Matt Gaetz como fiscal general, una elección extraña incluso para los estándares de Trump. Y tres senadores republicanos, Lisa Murkowski, Susan Collins y Mitch McConnell, votaron en contra de Pete Hegseth, audazmente no calificado para el cargo de secretario de Defensa (lo que obligó a Vance a romper el empate resultante). Es vergonzoso que sólo hayan sido tres.

Del lado demócrata, hay un atisbo de progreso.

Por ejemplo, el senador de Arizona Mark Kelly ha reunido a una docena de demócratas en la cámara alta para proponer una iniciativa bipartidista sobre inmigración: “para mejorar la seguridad fronteriza, proteger a los Dreamers (término usado para los jóvenes que llegaron a EE.UU. de pequeños ilegalmente) y a los trabajadores agrícolas, y arreglar nuestro sistema de inmigración para que refleje mejor las necesidades de nuestro país y nuestra economía moderna”.

Cualquier compromiso de ese tipo sería popular, pero Kelly necesitará algunos aliados republicanos. El senador de Pensilvania John Fetterman ha irritado a los demócratas al reunirse con Trump y decir que su conversación fue “una experiencia positiva”. Debería ser aplaudido.

En un tema tras otro (inmigración, impuestos, gasto público, aranceles, DEI (diversidad, equidad e inclusión)), los planes de Trump reflejan preocupaciones populares genuinas, pero proponen respuestas seriamente equivocadas. Su agenda clama por una fuerte dosis de moderación y sentido común. Un número relativamente pequeño de centristas bipartidistas con ideas afines podrían administrarla.

Los republicanos que están considerando un compromiso temen la ira de Trump. Deberían recordar que probablemente a él no le importe demasiado el resultado, siempre y cuando pueda decir que es un gran logro y atribuirse el mérito.

Los demócratas, por su parte, detestan la idea de permitirle semejantes victorias. Pero intentaron la alternativa de buscar su derrota incondicional, y vaya si la arruinaron. Pongan al país primero. Es hora de olvidarse de la #Resistencia y centrarse en la #Reparación.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial de Bloomberg LP y sus propietarios.

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