Si la lucha por la influencia en Latinoamérica fuera un partido de fútbol, China iría ganando 2-1 a Estados Unidos en el descanso.
Cuando Donald Trump centraba su atención en los negocios en Medio Oriente, su homólogo chino saludaba a los líderes de América Latina con promesas de inversión, líneas de crédito, exención de visados y mensajes de cooperación.
Durante la cumbre de la semana pasada entre China y el foro de la CELAC, que agrupa a 33 países latinoamericanos y caribeños, Pekín actuó en modo seductor, garantizando que sus relaciones con la región seguirán siendo sólidas, aunque Estados Unidos intente contrarrestar su influencia.
Los contrastes con la retórica beligerante de la Casa Blanca de Trump: aranceles, sanciones y deportaciones, no podrían ser más marcados.
Hay que reconocer que estas reuniones grandilocuentes merecen escepticismo: los beneficios concretos no suelen corresponderse con las promesas. Además, la representación en la cumbre se limitó a presidentes de izquierda tales como los de Brasil, Colombia y Chile, con lo que quedó fuera una visión más diversa de esta región.
No obstante, el simbolismo es innegable. Xi Jinping se tomó su tiempo para reunirse con los líderes de América Latina en un contexto en el que la guerra comercial con EE.UU. se recrudece.
Mientras Trump resucita una descarnada versión de la Doctrina Monroe, China apuesta por una estrategia a largo plazo cimentada en la asociación y la solidaridad.
Por su parte, Xi se comprometió a incrementar las importaciones de productos latinoamericanos “de calidad” y animó a sus compañías a ampliar las inversiones, buscando responder a las críticas sobre el mercantilismo de China. Washington debiera tomar nota: las amenazas no generan lealtad.
Tomemos el caso de Brasil.
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva regresó de Pekín con más de 30 acuerdos de inversión en minería, infraestructura y puertos, pedidos de aviones fabricados por Embraer SA y un acuerdo de intercambio de divisas de R$157.000 millones (US$28.000 millones) entre los bancos centrales, para garantizar liquidez mutua durante cinco años.
El viaje de Lula no estuvo exento de errores, como las incómodas quejas de su esposa sobre TikTok. Y puede que no todos los acuerdos se materialicen.
Aun así, Brasil sigue profundizando su integración con la cadena de suministro china, que es ya su principal socio comercial y fuente clave de insumos estratégicos, desde VE hasta energías renovables. La mayor economía de América Latina ve en este nuevo orden fragmentado una oportunidad.

“En esta geopolítica cada vez más transaccional, el dinero habla más que el protocolo”, dice Bruna Santos, analista brasileña en Washington. “Brasil intenta navegar esta competencia entre EE.UU. y China de forma independiente, maximizando sus propios intereses”.
Trump y su secretario de Estado, Marco Rubio, han logrado algunos avances, sobre todo en Argentina, donde respaldaron con fondos al presidente Javier Milei. Pero incluso bajo presión de Washington, Milei no rompió con China y consiguió de Pekín la renovación de un swap de divisas clave para sostener las reservas internacionales.
La presión estadounidense también logró que Panamá decidiera no renovar su adhesión a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, y anunció la salida de una empresa de Hong Kong de dos instalaciones portuarias. Si bien es un logro para EE.UU., también ha alimentado el nacionalismo panameño.
Para Washington, frenar a China es prioridad. Pero para América Latina, no lo es. La región no ve una contienda de suma cero, sino una oportunidad de sacar provecho de ambas potencias.
El abandono por parte de Trump de cualquier pretensión moral solo refuerza ese enfoque. Si EE.UU. puede enviar a sus propios ciudadanos a prisiones en El Salvador sin debido proceso, ¿por qué deberían los latinoamericanos temer por su democracia si cooperan con China?
La Casa Blanca parece confiar en que partidos aliados ganen elecciones próximas en Chile este año, y en Colombia y Brasil el próximo. Pero esa estrategia ignora que América Latina prioriza sus intereses económicos por encima de la ideología.
Incluso países cercanos a China, como Brasil y México, han impuesto aranceles a productos chinos para proteger su industria doméstica.
Por eso Washington debería repensar su estrategia.
Amenazar con bloquear financiamiento a proyectos chinos en Colombia, como hizo el Departamento de Estado tras la visita de Gustavo Petro a Pekín, resulta contraproducente: empuja a los países a buscar alternativas. Tácticas como imponer un impuesto del 5% a las remesas solo debilitan la influencia estadounidense.
China, con menos poder financiero, tiene una gran ventaja: la paciencia. Xi Jinping no se va a ninguna parte y puede mantener una estrategia coherente.
En cambio, la volatilidad en las decisiones de Trump, como la reciente salida de Mauricio Claver-Carone tras solo cinco meses como enviado para América Latina, es una debilidad.
Los aficionados al fútbol latinoamericano saben que gana el equipo con el plan más claro y la plantilla más estable. Y si el equipo de Trump no mejora en ambos frentes, es poco probable que la competencia por América Latina se decida a su favor.
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