Una de las prendas más provocadoras de mi armario es una camiseta oscura y sencilla diseñada por un economista libertario. En 10 líneas, dice: “Los aranceles no solo imponen inmensos costos económicos, sino que además no logran sus principales objetivos políticos y, de paso, fomentan la disfunción política”.
En noticias relacionadas, el CEO de Apple Inc. (AAPL), Tim Cook, visitó la Casa Blanca la semana pasada para obsequiarle al presidente Donald Trump una gran pieza de oro. A cambio, Trump aseguró que Apple quedará exenta del nuevo arancel del 100% que EE.UU. está imponiendo a los microchips importados.
De manera oficial, Apple consigue la exención porque se comprometió a hacer una inversión de US$100.000 millones en Estados Unidos. Apple ya había anunciado a inicios de este año un programa de inversión de US$500.000 millones, que en sí mismo supuso una modesta ampliación de sus planes anteriores.
Eso no importa. Para Trump, lo importante es el anuncio de estas promesas, no su ejecución.
Durante su primer mandato, se produjo una tristemente célebre inversión ficticia de Foxconn en Wisconsin que nunca llegó a concretarse. Lo que realmente beneficia al presidente es la sesión fotográfica de adulación, en la que el CEO sonríe para las cámaras y elogia la destreza negociadora de Trump.
Esta es la disfunción política que se describe en mi camiseta.
Un arancel fijo impuesto con el fin de generar ingresos, independiente de sus desventajas, constituiría fundamentalmente una forma particular de gravamen. No obstante, los aranceles se promocionan casi siempre como ventajas estratégicas o de desarrollo económico. Y eso conduce a exenciones.
Supuestamente, los aranceles sobre los chips fomentarán el crecimiento de la industria de fabricación de productos electrónicos en EE.UU.
Sin embargo, dado que los chips son un insumo para otros productos manufacturados, los aranceles pueden fácilmente ser contraproducentes. Por lo tanto, si se puede convencer al presidente de que se está invirtiendo en la industria manufacturera estadounidense, se puede conseguir una exención de los aranceles.

El problema aquí, y con las docenas de otras exenciones y exenciones incorporadas en los diversos anuncios arancelarios de Trump, es que no existe un criterio ni un proceso objetivo.
Quién obtiene exenciones y quién no depende casi exclusivamente de los caprichos de Trump y sus designados. Esto, a su vez, plantea la pregunta de si su principal objetivo político no es simplemente maximizar su propio poder e influencia.
Cook, por ejemplo, solía ser un defensor bastante activo de los derechos LGBT. Siempre ha sido, ante todo, un ejecutivo corporativo. Pero ocasionalmente aprovechaba la condición de Estados Unidos como país libre para expresar su opinión sobre temas políticos.
Esto podría ser ahora una propuesta comercial arriesgada, ya que la viabilidad del negocio de Apple depende no solo de su capacidad para seguir fabricando productos que la gente quiera comprar, sino también de su capacidad para obtener exenciones arancelarias.
Otros ejecutivos tecnológicos, como Jeff Bezos, también han optado por la reticencia: si bien él quiere que su periódico apoye y defienda las libertades personales y el libre mercado, la empresa que fundó se retractó de un plan para incluir recargos arancelarios explícitos tras enfrentarse a presiones de la Casa Blanca.
En una economía de mercado con una democracia funcional que protege la libertad de expresión y hace cumplir el estado de derecho, los ejecutivos no deberían preocuparse de que la política fiscal oscile drásticamente según quién le guste o le moleste al presidente. Pero en los Estados Unidos de Trump, sí lo hacen.
Lo que nos lleva a los costos económicos.
Se ha prestado mucha atención al impacto de los aranceles en los precios.
Trump argumenta, de forma inverosímil, que toda la responsabilidad recaerá sobre los productores extranjeros, mientras que los demócratas afirman que los consumidores pagarán los costos. La respuesta casi con certeza tendrá ramificaciones políticas para las elecciones del próximo año.
Sin embargo, a largo plazo, el consumidor estadounidense puede sobrevivir a aumentos puntuales de precios, y la economía estadounidense puede ajustarse a las distorsiones inducidas por los aranceles.
Pero no pienses en la Apple de hoy, sino en la Apple de hace casi 50 años, la Apple de Steve Jobs y Steve Wozniak.
La computadora Apple I se construyó en 1976 con un presupuesto muy reducido y piezas disponibles en el mercado. Wozniak recordó en una entrevista de 1984 que Jobs había llegado a un acuerdo con un minorista local de ordenadores para comprar 100 ordenadores por US$500 cada uno al por mayor, lo que suponía unos ingresos de US$50.000.
No obstante, para fabricarlos necesitaban componentes por valor de US$20.000, que consiguieron gracias a un crédito de 30 días que les concedió un distribuidor de componentes electrónicos tras una llamada telefónica para verificar la existencia de la orden de compra.
“Entregamos las computadoras”, recordó Wozniak, “pagamos a los proveedores de piezas y solo tuvimos que pedirle prestados US$5.000 a un amigo”.
Este tipo de transacción de poca monta en lo que hoy llamamos Silicon Valley pasó desapercibida en su momento y no tuvo un impacto perceptible en el PIB nacional.
Sin embargo, esto desencadenó una serie de acontecimientos que transformaron el mundo. E ilustra la apertura a emprendedores e innovadores que constituye la base del dinamismo económico de Estados Unidos, un país de primer nivel.
La combinación de políticas “populistas” y “proempresariales” de Trump es la antítesis de este sistema.
Los gigantes corporativos se ponen a trabajar para conseguir victorias propagandísticas para la Casa Blanca, y a cambio reciben favores inalcanzables para cualquier startup.
Este enfoque no moverá los mercados ni se reflejará en los datos económicos trimestrales a corto plazo, si es que llega a hacerlo. Pero tendrá un efecto acumulativo. Semana tras semana, anuncio tras anuncio, Trump alimenta su ego a costa del futuro económico a largo plazo de Estados Unidos.
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