Una guerra comercial en constante evolución es una receta para el desastre

Puertos
Por Editores de Bloomberg Opinion
19 de febrero, 2025 | 07:38 AM

Estados Unidos ha abierto nuevos frentes en la guerra comercial que parece decidido a librar contra sus propios socios económicos.

La semana pasada, varias órdenes ejecutivas impusieron aranceles del 25% a todas las importaciones de acero y aluminio, incluidos los suministros de países aliados como Australia, Canadá, Japón, México, el Reino Unido y la Unión Europea. El gobierno anunció después una iniciativa mucho más amplia destinada a imponer “aranceles recíprocos” en todos los ámbitos.

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Como es habitual, es complicado saber qué espera conseguir la Casa Blanca con todo esto.

La administración suspendió su primera ronda de aranceles a México y Canadá una vez que sus gobiernos hicieron insignificantes concesiones, lo que sugiere que las amenazas eran principalmente una maniobra política. Pero esas disputas no han desaparecido.

Las últimas intensificaciones las han complicado todavía más, a la vez que han puesto en el punto de mira al resto de socios comerciales de EE.UU.

Aunque impera la confusión, la administración se aferra con firmeza a dos ideas: Estados Unidos está siendo estafado, y las demandas perentorias de reparación obtendrán resultados (de alguna clase). Ninguna de las dos afirmaciones tiene sentido.

Pensemos en los nuevos aranceles al acero, que reviven y amplían los aranceles de “seguridad nacional” impuestos en 2018, una política que resultó un fracaso.

La protección no hizo mucho por aumentar el empleo en la industria siderúrgica estadounidense, pero elevó los precios y puso en riesgo los empleos en industrias que necesitan acero barato como insumo. Se estima que el costo anual asciende a US$900.000 por puesto de trabajo salvado, sin contar las pérdidas adicionales debidas a represalias posteriores.

Los aranceles aumentan los precios, perjudican a los consumidores y les dicen a los productores que no tienen que esforzarse tanto.

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En teoría, una economía tan grande como la de Estados Unidos podría tener suficiente poder de mercado para obligar a los proveedores a reducir sus precios, de modo que, en la práctica, los extranjeros paguen el impuesto en lugar de los estadounidenses.

Pero los estudios muestran que, en la práctica, los costos más altos se trasladan a los consumidores estadounidenses. Los hogares de menores ingresos son los más afectados.

A primera vista, la última idea de la administración, aranceles recíprocos, es más atractiva, porque el objetivo podría ser reducir los aranceles de otros países en lugar de aumentar los de Estados Unidos.

Por el momento, Estados Unidos es una economía relativamente abierta: sus socios comerciales a menudo imponen aranceles más altos a las exportaciones estadounidenses que los que Estados Unidos impone a las suyas.

El arancel de la Unión Europea a los automóviles estadounidenses, por ejemplo, es del 10%; el arancel de Estados Unidos a los automóviles de la UE es del 2,5%. Para desviar la amenaza de Estados Unidos de aumentar este arancel, la UE está pensando en reducir el suyo, lo que sería una victoria para ambas partes.

Lamentablemente, la estrategia del gobierno es más ambiciosa.

Dice que la reciprocidad también debe tener en cuenta los subsidios, las barreras regulatorias y otras prácticas comerciales “injustas”. Se trata de medidas que Estados Unidos utiliza a menudo y que, al parecer, exigen represalias cuando las aplican otros países.

El gobierno también dice que los impuestos al valor agregado de la UE son una especie de arancel. No lo son: son impuestos al consumo que tratan por igual a los bienes nacionales y extranjeros.

Las tasas de interés también son política comercial, según este punto de vista. Si conducen a una moneda subvaluada (es decir, una que cause un déficit comercial bilateral en Estados Unidos), se trata de otra práctica injusta.

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Definir la reciprocidad de manera tan amplia garantiza un sinfín de amargos desacuerdos. Los aranceles que Estados Unidos podría considerar justificados podrían ser enormes y las dificultades administrativas serían extremas.

Se requerirían aranceles diferentes para cada producto de cada proveedor extranjero. Se necesitarían interminables negociaciones bilaterales para sopesar las políticas económicas más generales de los socios comerciales.

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Y todas esas interacciones enviarían a los posibles amigos y aliados de Estados Unidos el mismo mensaje: están haciendo trampa y serán convocados uno a la vez para recibir una bofetada.

Sin duda, una lista de exigencias imposibles en constante evolución logrará de vez en cuando cambiar las políticas de los socios, a veces incluso de manera que beneficie tanto a los países en cuestión como a los Estados Unidos.

Sin embargo, si la administración sigue adelante con este estilo de confrontación temeraria, los riesgos son enormes.

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Desmantelar el sistema de comercio global, convertir a los amigos de Estados Unidos en enemigos, gravar a sus consumidores y hundir a sus productores en una niebla permanente de incertidumbre: ésta no es una fórmula ganadora.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial de Bloomberg LP y sus propietarios.

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