Una vez más: los aranceles son una idea terrible

Donald Trump
Por Consejo Editorial de Bloomberg Opinion
13 de marzo, 2025 | 07:41 AM

En las últimas semanas, los aranceles han sido tema de conversación desde Wall Street hasta Washington.

Mientras los estadounidenses debaten la pertinencia de las barreras comerciales intermitentes de la administración de Donald Trump —la última fue la amenaza del martes de duplicar los aranceles sobre el acero y el aluminio canadienses, ahora aparentemente en el limbo—, conviene tener presentes algunos puntos generales.

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Uno es que estas medidas son un impuesto para los ciudadanos estadounidenses. Los países extranjeros no se limitan a pagar, también lo hacen las empresas de EE.UU. cuando importan un producto.

Esto quiere decir que los costos los asumen en última instancia los consumidores y las compañías que usan insumos importados.

Como consecuencia de estos precios más elevados, se resienten los presupuestos de los hogares, se reducen los salarios reales y disminuye el crecimiento de la economía.

Aun en el caso de que los votantes estuviesen dispuestos a soportar precios más altos, los aranceles supondrían probablemente menos puestos de trabajo en EE.UU. Además, en igualdad de condiciones, a medida que se incrementan los costes, la demanda disminuye. Una menor demanda reduce la producción, lo que conlleva menos empleo.

Si el resto de los países toman represalias, como prevén la mayoría, los efectos se agravarán, lo que se traducirá en precios todavía más altos y menos empleo.

ïndice de incertidumbre comercial

Un proteccionismo de este tipo tampoco reactivará la industria manufacturera de Estados Unidos.

Los aranceles disminuyen la competencia, lo que facilita a las empresas nacionales escabullirse con productos inferiores y menos eficientes.

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Un caso emblemático fueron los aranceles impuestos a los automóviles extranjeros en los años setenta y ochenta, que impidieron a los fabricantes estadounidenses ver la necesidad de innovar, tanto en el diseño como en la producción de vehículos, lo que permitió a los fabricantes japoneses tomar la delantera.

La historia ofrece muchas otras razones para la prudencia.

Una ronda anterior de aranceles al acero y al aluminio en 2018 elevó los costos de producción y los precios al consumidor, obstaculizó las exportaciones y resultó en la pérdida de unos 75.000 empleos manufactureros. Cada empleo “salvado” en las industrias afectadas costó unos US$650.000.

Una dinámica similar se observó con los aranceles del presidente Barack Obama a los neumáticos chinos en 2009 y los aranceles al acero del presidente George W. Bush en 2002.

Los planes de la administración actual, que incluyen un arancel del 25% sobre la mayoría de los productos de Canadá y México, también en el limbo, además de un arancel del 20% sobre los de China, podrían resultar especialmente costosos.

Un estudio reveló que representarían un impuesto de más de US$1.200 para los hogares estadounidenses típicos. El crecimiento podría reducirse en un 0,4% o más. Hasta 400.000 empleos están en juego.

Y eso no incluye los planes de un arancel del 25% sobre las importaciones de Europa ni nuevos aranceles sobre la agricultura, los automóviles, los chips, el cobre, la madera, los productos farmacéuticos y otros.

Además del daño económico inmediato, estas medidas amenazan con arrastrar a Estados Unidos a años de negociaciones, imponer enormes costos administrativos y erosionar aún más el sistema de comercio global basado en reglas que ha facilitado una prosperidad en general creciente.

La incertidumbre añadida solo obstaculizará la inversión. Por no hablar del daño diplomático que causaría el antagonismo con los aliados estadounidenses.

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Más concretamente: las empresas estadounidenses no deberían tener nada que temer de la competencia. Aquellas más exitosas no prosperaron gracias a los aranceles. Lo hicieron aprovechando el espíritu emprendedor y ofreciendo mejores productos y servicios a precios más bajos.

Las empresas que exigen proteccionismo están indicando que no pueden competir sin la ayuda del gobierno, lo cual debería ser una gran señal de alerta.

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El Congreso y la Casa Blanca no deberían favorecer a estas empresas. En cambio, deberían adoptar políticas que incentiven la inversión y el crecimiento, fomenten la investigación y el desarrollo, formen una fuerza laboral calificada y creativa, modernicen la infraestructura y, sí, den la bienvenida a más inmigrantes talentosos para que trabajen en Estados Unidos y creen la próxima generación de grandes empresas.

Ese es el estilo americano, o al menos debería serlo.

Esta nota no refleja necesariamente la opinión del consejo editorial de Bloomberg LP y sus propietarios.

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